domingo, 23 de noviembre de 2008

Vivir sin poesía

Kevin Cyr

Por Jorge Martínez Mejía, Poeta del Grado Cero

El Palacio Nacional de la Cultura, colosal en sus maneras e insuperable en su elocuencia posmoderna, ha bajado sus ojos a los caserones y cuarterías para valorar su cretina riqueza. Imposible soportar la miseria, las nubes de polvo y la vileza. La arquitectura y la mentecatez se han besado en el casino y la llovizna persistente ha enlodado la alfombra principal del Palacio. Con disimulada fruición permanezco en los ventanales desde donde pueden verse todos los salones del arte: Artcyclopedia ArteSpain, Ateneum Art Museum, Roman Bitadir, Brooklyn Museum, Galleria degli Uffizi, Guggenheim Museum, Hermitage Museum, Hong Kong Galleries, Museo Bilbao, Museo del Prado, Museo Reina Sofía, Museo Thyssen, Museo Van Gogh, National Gallery, Nineteenth-Century Art, Ottawa Art Gallery, Musée du Québec, Museo Nacional Kyongju, Museo de Arte Contemporáneo…musée, musée, musée…Asisto a cada sitio desde mi pequeño ángulo sin dejar mi modesto café en su taza de barro.

Virtual, todo es virtual. La poesía, la pintura, la escultura, el lenguaje. La uniformación del lenguaje cibernético ha permeado la Société d’artistes et des Intellectuels. No hay artistas mayores ni menores. En un rincón puede encontrarse un genio con un pequeño misterio similar al de Borges ¡Qué época! El tiempo terminó su linealidad y todas las escaleras se juntan en espirales movedizas. Unos bohemios lograron despertar el interés con su testimonio irritado y su naturaleza hippie, soberbio testimonio, enorme puente que conduce hacia las calles polvorientas del verano en Arizona o a la Plaza de Santiago. Se acabaron los subalternos, los guardianes y vigías del templo. La dispersión arquitectónica visualiza las urbes como una primitiva necesidad de la barbarie. Los sentidos, la experiencia particular del individuo, la vivencia, el testimonio vital, la vida en el barrio, en el cuartucho de mala muerte. La infinita riqueza de la miseria y el placer de encender un cigarrillo sin temor al equívoco, la vida plena, vivir sin poesía; más que una entelequia constituyen un ejercicio de transgresión permanente.

Las enormes galerías y centros comerciales ubicados estratégicamente en las afueras de las urbes, armados en diferentes niveles con elevadores y escaleras flotantes, acogen millares de individuos sin nombre que llegan desde sus pequeños montículos de miseria a paladear el sabor imposible de la posmodernidad. La enorme caperuza de granito armado se especializa en la ilusión novedosa, en la efímera mirada y el hábito de ser visto, la antigua necesidad humana tan mencionada por Hegel. Hegel, lo vi pasar una de estas tardes de frío por la plataforma gris que bordea el Palacio Nacional de la Cultura. Un forastero triste con enorme gabán encendía un cigarrillo debajo de un farol azul invadido de mosquitos, un transeúnte común detenido un minuto en la noche de un domingo.

Ya entrado en las afueras, hacia donde llegamos después de casi una hora de camino y donde la luz cada vez es más escasa, los condominios medianos hacen su aparición, muy próximos a las zonas industriales. Enormes naves horizontales que trabajan sin hacer ruido. Luego la pequeña entrada hacia la derecha, la empalizada solitaria donde respiro un aire fresco y conversador que me lleva a mi pequeña morada desde donde puedo ver el mundo sin dejar de ser yo mismo, el cretino.