martes, 25 de marzo de 2008

Oda menor para una boina gris






Por John Connolly


A Jorge Martínez Mejía
Poeta del Grado Cero



Yo te boino,
boina,
boina mía,
boina de siglos de agonía.

Boina de tanto encuentro,
boina de todas las tertulias, de versos,
de metidas de pata, de jodas de poetas,
de guaro, de burdeles, de recitales
y lunas tristes,
de noches de tormenta.

Boina antigua y presente,
cábala de la muerte, presagio de la vida;
cálida pesadumbre sobre el escaso día de mi frente.

No sabes cuánto me cuesta, boina tierna,
entender por qué tengo que incinerarte en el olvido,
este inquisidor fuego al que me ha esclavizado la poesía,
me dice que no hay otra forma de amarte y someterte.

Boina de mis últimas estaciones;
tibia y solemne en el fuego del verano,
húmeda y solidaria en el invierno,
misteriosa y mutable en el otoño de los años.

Boina, flor gris en la espalda de cada primavera.

Boina solemne,
alta,
brava ante toda injusticia,
tierna amante en la mañana.

Aunque entienda que después de tu incineración
mi cabeza estará más al filo del peligro,
no habrá jamás sombrero o gorra que ocupe tu lugar sobre mi frente,
las canas que pudieran quedarse
se quemarán contigo
como también se quemará contigo la poesía.

Boina feliz,
boina salvaje,
boina de gritos leves,
boina luz,
boina bomba,
boina canción,
boina suspiro,
boina de terciopelo,
boina del Grado Cero,
boina sobre todas las boinas ancestrales.

Ninguna otra boina entre todas
podrá rasgar tu investidura
porque fuiste guerrera hasta la muerte,
hasta que el último soplo de tus cenizas nobles
se marchó con el viento de la tarde.

Hoy, sereno, de pie frente al dolor que me causan tus cenizas
me declaro enemigo número uno de todas las boinas
pasadas y presentes,
y vuelvo a ser el hombre sencillo de la calle
con mi cabeza libre al fin
de tu cárcel de lana enmohecida.



(Ensayo ganador del Concurso Muerte a la Poesía. Primer y Único Premio otorgado por unanimidad por el Jurado de la Logia del Grado Cero el día 14 de marzo de 2008. Día Mundial de la incineración de las boinas y otras vainas poéticas).

Premio: Dos cajas de cerveza Salva-Vida a cero grado de enfriamiento.
Favor pasar a reclamar en el Falso Olimpo antes de que se las tomen los últimos poetas que quedan.

martes, 18 de marzo de 2008

Super Onán

Hay otra universidad, desconocida, un falso olimpo, un parnaso apócrifo, hasta donde los pigmeos no llegan por temor a las bestias. Más tarde, la fosa se abre y caen uno a uno los que jamás despiertan, los que vivieron agachados en línea perpendicular con la muerte. Sólo los que miran su entorno con ojos desconocidos y curiosos despiertan e inventan la otra universidad. Los valientes. Los Super Ceros.

domingo, 9 de marzo de 2008

Por fin, la noche sampedrana

Hernán Antonio Bermúdez
“Nada tan efectivo como la violencia rural en el espacio urbano, si se la sabe emplear de modo fulminante y teatral”.
Roberto Castillo

Hace poco más de un año apareció Las virtudes de Onán, libro que agrupa cinco relatos de Mario Gallardo quien, conocido hasta ahora como autor de las antologías El relato fantástico en Honduras (2002, 2004) y Honduras. Narradores siglo XX (2005), incursiona por primera vez en la narrativa con su propia voz.
Se trata de un libro refrescante donde proliferan los axiomas de la lujuria y el sexo es la única lingua franca. Intensamente erótico, en buena parte de Las virtudes de Onán se asiste a una especie de rapacidad sexual, narrada con desparpajo, como pocas veces se ha visto en la narrativa hondureña. La única comparación posible sería con la desinhibición lúbrica que ha solido desplegar en su obra Horacio Castellanos Moya. Fuera de éste, nuestros mejores narradores, Marcos Carías, Eduardo Bahr, Julio Escoto y el mismo Roberto Castillo, lucen recatados al lado de Mario Gallardo.
Y es que así labora la historia literaria: cada generación subsana los vacíos de sus antecesores (Gallardo es cinco años menor que Castellanos Moya y doce años menor que Roberto Castillo), cada generación –así como cada escritor individual- formula sus propias demandas a la literatura, y posee sus propios apremios expresivos.
Cabe destacar la notable habilidad de Gallardo para insuflarle vida a la composición de sus relatos, tanto en el bosquejo de los personajes como en el tejido de la temática total, pues cada hilo de la trama está entreverado para configurar el repertorio cuentístico del libro (a excepción de “El discreto encanto de la H”, más ensayístico –o digresivo- que narrativo).
Las virtudes de Onán es un libro del todo legible y capaz de valerse por sí mismo, y existe merced a la persistencia de una tonalidad y de un estilo. Éste es simplemente el ritmo narrativo que mejor se acopla a la forma en que el autor se imagina la realidad.
Además de su osadía erótica, Gallardo sabe evocar la vibración y atmósfera de San Pedro Sula que, hasta ahora, conserva su virginidad en el plano de la ficción.
El autor es capaz de mostrar la geografía literaria de una ciudad, a veces inventada y a veces real, a ratos generada por una operación memoriosa, a ratos surgida gracias a una elaboración imaginativa.
En efecto, Gallardo ha edificado una primera aproximación a lo que sería una topografía literaria sampedrana, más real que inventada, menos imaginada que existente. Ciudad sitiada por ladrones, hampones y criminales, donde la violencia y el peligro acechan de continuo, y se vive bajo el asedio permanente de la bestialidad. Y, por si fuera poco, espantosamente provinciana, de la que se está tentado de escapar.
Se trata de una prolija empresa estética: la ciudad elaborada, imaginada y evocada por el autor de Las virtudes de Onán emerge como resultado de un empeño en el cual la realidad es fabulada para que, una vez dentro del ámbito de la ficción, lo verosímil y lo inverosímil (o, si se prefiere, lo posible y lo imposible, lo creíble y lo increíble) se encuentren e interactúen en un mismo nivel: el narrativo.
Así, se dan los primeros pasos para configurar un cosmos urbano en el valle de Sula, tan ficticio como realístico, tan cabalmente inventado como perfectamente plausible. Gallardo ha iniciado, pues, la elaboración de una ciudad literaria que, si bien sólo es dable en la imaginación, resulta del todo apta para revelar esa otra que, perturbada, yace a la sombra del Merendón.
San Pedro Sula, la urbe que sirve de escenario para los relatos agrupados en este libro, pareciera destilar una pócima viscosa y turbia que impregna a sus habitantes pero, al mismo tiempo, resulta atractiva pues constituye la única instancia donde la vida cobra sentido para sus moradores. Vale decir, la ciudad conforma al individuo, lo moldea, y no a la inversa: lo habita, es –a su vez- personaje y no mero paisaje.
De allí que Heimito, el protagonista del excelente relato “Noche de samba bárbara” (quizá el mejor junto con el que le da nombre al libro), se lance (previo paso por Copán Ruinas) al tránsito desasosegante de una ciudad que parece estar dispuesta a cumplir una amenaza que apenas se hace explícita, aunque al final Wilmerio, su inminente asesino, “oprime con fuerza el puñal” (p. 48).
Tanto en “Noche de samba bárbara” como en “Las virtudes de Onán” el lector es llevado a sumergirse en el trajín nocturno, bacán y pecaminoso, del trópico absoluto. Al calor de las cervezas “Salvavida”, y de los efluvios de la marihuana, la promesa sexual agita los sentidos e incita al aturdimiento, lo que le costará la vida a Heimito, ese austriaco alborotado y gozador. Onán también será sórdidamente liquidado por haber sido testigo involuntario de un acto homosexual protagonizado por un jerarca militar, tras una larga noche bohemia y accidentada, en cuyo transcurso asiste al primer “Miss Honduras Tercer Sexo Belleza Nacional”.
Las virtudes de Onán está poblada de guiños a novelas como Tres tristes tigres, de homenajes literarios (a Cortázar y a otros conspicuos miembros del “boom”), de referencias musicales, roqueras, de alusiones al cine, de descalificaciones e improperios. A ratos, el autor no parece contenerse al airear sus “simpatías y diferencias”, resuelto a “marcar”su territorio.
Se sabe que cada libro interactúa de manera impredecible con el medio histórico-cultural que le es propio, y los mejores escritores son aquellos que contienen en sus obras una buena parte de la dialéctica de su cultura y de su época. Aldo Busi alude a ello en términos más prosaicos: el escritor es el guardarropas del teatrillo de su tiempo.
En ese sentido, Las virtudes de Onán es un libro clave para entender las entrevisiones de una nueva generación literaria hondureña. No se trata, aclaremos, de un documento sobre un momento determinado ni la manifestación de un cierto género o programa. Se trata, ante todo, de la expresión única de la visión individual de su autor, cuyo brío y audacia sobresale en la “noche de Walpurgis” tanto de Heimito como de Onán (ese alter-ego del narrador), en la que toda apariencia de orden resulta, a la postre, demolida.
Hay pocas fallas en esta obra: es inevitable mencionar expresiones flojas como “viajar hacia el pezón y retorcerlo con pérfida dulzura” (p. 20); “(el) vacío intergaláctico de su estómago” (p. 35), o “para un detestable y adorable vago como yo” (p. 60).
Debo igualmente admitir que las alusiones a Horacio Castellanos Moya en la página 75 me desconciertan, habida cuenta de la reciente tentativa de adjudicarle el premio nacional de literatura, y de los argumentos válidos esgrimidos por Rodolfo Pastor Fasquelle al respecto, que no es del caso reiterar.
Nada de lo anterior opaca el valor de un libro herético, provocador, de meritoria valentía y de una solidez incontrastable. Las dotes de narrador de Mario Gallardo le auguran una prometedora carrera literaria.

Quito, 6 de marzo del 2008


Tomado de mimalapalabra

domingo, 2 de marzo de 2008

Los autores modernos no eran lo que se dice muy hábiles.


YO era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Angeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos. A pesar de todo lo que podía haberse aprendido en los siglos precedentes, los autores modernos no eran lo que se dice muy hábiles. Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? ¿Por qué no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás?

Probé en las distintas secciones de la biblioteca. La sala de Religión me pareció un páramo tan vasto como inútil. Fui a la de Filosofía. Di con un par de alemanes resentidos que me estimularon una temporada, hasta que los olvidé. Probé con las matemáticas, pero las matemáticas superiores no se diferenciaban de la religión. no me afectaban en absoluto. Lo que yo buscaba no se encontraba al parecer en ninguna parte.

Probé con la geología, y al principio sentí cierta curiosidad, pero me resultó insustancial a la postre.

Descubrí ciertos libros sobre cirugía y me gustaron los libros sobre cirugía: las palabras eran nuevas y maravillosas las ilustraciones. En concreto, me gustaron y memoricé los detalles de las operaciones del mesocolon.

Al final abandoné la cirugía y volví a la gran sala abarrotada de autores de novelas y cuentos. (Cuando tenía morapio en abundancia no iba por la biblioteca. Una biblioteca era un lugar estupendo para pasar el rato cuando no se tenía nada para comer o beber y cuando la dueña de la casa le perseguía a uno con los recibos atrasados del alquiler. En la biblioteca, por lo menos, se podía ir al lavabo sin problemas.) Vi muchísimos compañeros de vagabundeo allí, y casi todos dormidos sobre el libro abierto.

Seguí recorriendo la sala general de lectura, cogiendo libros de los estantes, leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas páginas, y dejándolos en su sitio a continuación.

Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto.

Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado una forma distinta de escribir. El libro se titulaba Pregúntale al polvo y el autor se llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé Pregúntale al polvo y busqué más libros de Fante en la biblioteca. Encontré dos. Dago red y Espera a la primavera, Bandini. La calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no hablaban de otra cosa.

Sí, Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de leer los libros que he citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada que yo, sosteníamos peleas violentas y a menudo le gritaba: «¡No me llames hijo de puta! ¡Yo soy Bandini, Arturo Bandini!».

Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a los dioses hay que dejarles en paz, que no hay que llamar a su puerta. Sin embargo, me ponía a hacer conjeturas sobre el punto exacto de Angel’s Flight en que al parecer había vivido y hasta pensaba que a lo mejor seguía viviendo allí. Casi todos los días pasaba por el lugar y me preguntaba: ¿será ésa la ventana por la que se deslizaba Camila? ¿Es ésa la puerta de la pensión? ¿Es ése el vestíbulo? No lo he sabido nunca.

Treinta y nueve años más tarde he vuelto a leer Pregúntale al polvo. Quiero decir que lo he vuelto a leer este año y que todavía se sostiene, al igual que las demás obras de Fante, pero que éste es el libro que prefiero porque constituyó mi primer encuentro con la magia. Escribió otros libros, además de Dago red y Espera a la primavera, Bandini. Por ejemplo, Plenitud de vida y Hemanos de vino. En la actualidad está escribiendo otra novela, Sueños de Bunker Hill.

Al final, gracias a otras vicisitudes, he conocido al novelista este mismo año. Queda mucho por decir de la vida de John Fante. Una vida con una suerte extraordinaria, con un destino horrible y llena de una valentía tan natural como insólita. Es posible que se cuente algún día, aunque creo que a él no le gustaría que yo la contase aquí. Permítaseme decir, sin embargo, que en su forma de escribir y en su forma de vivir se dan las mismas constantes: fuerza, bondad y comprensión.

Es todo. A partir de este momento, el libro pertenece al lector.


C. B.
5-6-79