sábado, 25 de abril de 2009

Las explosiones apagadas de la poesía hondureña









Iluastración: Jacson Pollock





"La obra literaria podría entonces definirse como una operación dentro del lenguaje escrito que implica, en un mismo movimiento, diferentes niveles de realidad."

G. Deleuze.




Lo más terrible consistió en mi estupidez, en mi trastabillada manera de no decir nada, absolutamente nada. Se trataba de una reunión de literatos entre los que por primera vez teníamos con nosotros a un incógnito miembro de la Voz Convocada, un transeúnte capaz de contener la historia de la poesía hondureña y pasar tan desapercibido, ínclito e inadvertido, mientras degustábamos la piedra más absurda de la poesía hondureña. Faltaban exactamente 66 horas para que yo me diera cuenta de la trampa del destino en la que me habían puesto, por arte del azar, Mario Gallardo y Gustavo Campos en los actos conmemorativos al Día del idioma en la Carrera de Letras, realizados en el pequeño templo evangélico construido al interior de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Vimos entonces que el famélico delirio se insinuaba a través del título de la obra que estábamos presentando, raramente tan similar en todo: “Corral de Locos” de Murvin Andino. Me imaginé por un momento a los dos imbéciles pugnando desnudos frente a la masa intelectual, mientras les animaban con pequeñas escaramuzas parecidas a la racionalidad temporal de los enfermos mentales que por momentos vislumbran una palabra. Abandonado al absurdo, traté de encontrar un asidero a nuestras cosas y nada me pareció más natural que balbucir aquello: “Esto realmente es un corral de locos”. El templo mantenía una pequeña valla alusiva al Evangelio de Marco 1.1. relacionado con la gota fecundante y la perpetuidad de las almas. Todos los presentes, que no eran muchos, nos miraban fijamente, temerosos de encontrarse con la desastrosa verdad de la inutilidad de nuestra voz. Por un momento percibí ciertas ráfagas de lucidez emparentada con los sustantivos, adjetivos y adverbios que registré metódicamente para descubrir que ninguno de aquellos poemas decía absolutamente nada. Fui sincero, o al menos un chispazo de mi tozudez me indicaba los tropiezos de aquellos versos. Pude haber sido peor, pero no me dejé llevar por mis propios temores. Tenía exactamente dos puntos de vista y el más natural salió para condescender fraternalmente con la pequeña turba de saludables enfermos. Un buen convite para denunciar que aún estamos signados y que los títulos de los libros se ponen al azar, pero atisban la posibilidad de ese lugar en el que estamos completamente solos, a nuestro desafortunado albedrío, más enfermos y dominados por la razón. Murvin nos interrumpió al final con un poco de cordura que destilaban sus versos.

sábado, 18 de abril de 2009

Contra las rocas

Foto: Karen Valladares


Por Jorge Martinez mejía


De una en una se vinieron todas las espinas. Olvidado de mí, sólo mi sombra derribada se mantenía enhiesta en la velada. Todo se hizo de pronto tan extraño. Los dos cuadros de la pared se cayeron sin motivo aparente, perdí mi manera propia de decir las cosas y apenas balbucía figuras como un asno. En el guetto, por la mañana, pregoné las más estúpidas tonterías y me arrojé contra las rocas para demostrar la insana verdad de la poesía. Mi inútil queja batalló como una tísica debajo de los dientes de la mulería académica. Recobré mi forma de acuario muerto, de silencio, y mi obra maestra es este sueño que no tengo.

miércoles, 1 de abril de 2009

Tres causas perdidas de Jorge Martínez Mejía

Ilustración de Micheal Muller


Y no siempre nos vemos


Estimados amigos poetas...no los suaves, modernos y estilizados palurdos, sino los absurdos hijos del diluvio y la sombra; los que se lanzan como goterones sobre los cascajos antes de la tormenta. Les invito a una cerveza poética, fresca. No babeamos por la puta muerta, tomamos ron fuerte, ron hondureño, y a veces nos acompañamos con una buena sopa. Nadie puede hacernos burla porque no somos soldados de ningún ejército, y nos hastía el verso, nuestro verso se hizo prosa, malsana y cotidiana, de tabaco y tumbas hechas de periódico. Nos acodamos a veces alrededor de una boina muerta y más encementados que nunca, releemos sin interés todas las crónicas. Pero el buen ron nos reúne y nuevamente volvemos al pozo de fuego, a la cloaca donde nos dan dinero por fingir una normalidad más muerta que la poesía. Como si toda esta mierda fuera cierta. Por encima de nuestras cabezas pasa a veces la fábula del semáforo en rojo, o la luna, o el recuerdo de un cometa. Pero cuando la hora es amarga nos queda una mujer y también el mar a veces. Y no siempre nos vemos.


Odia este artefacto que antes fue un poema


Sumamente cansado me he dado cuenta que sueño despierto, pero algo ha corrompido mi sueño. Muero en un país sometido a los historiadores, a los profetas poseedores del mito. Anhelo ser un niño, ser mi hermano cálido con el que a menudo perezco. He de concluir viejo y montañés como Jean-Baptiste Grenouille antes de su apoteósico retiro. Entonces ofrezco mi danza con otras palabras, con un ojo fiel a esta tierra inocente. También yo me estrellaré sin mácula, y mi cadáver te busca aunque no estés lo suficientemente cerca para reírte de lo que hemos sido. Condúceme, odia este artefacto que antes fue un poema.


Mi pobre y fea musa


Mi más hermosa musa es la más fea de todas las musas literarias. Renegada, apestosa, apócrifa y sin baño. Sus manos pequeñas y arrugadas son un ramillete de hojas mustias o una pata de gato. No hay erección cuando la veo, no es como las otras. De no haber sido tan fea hubiera sido putita o habría muerto tísica en cualquier esquina del barrio. Mi pobre y fea musa. Se pone triste cada vez que la regaño. –Bañate, le digo, hacete algo, arreglate el pelo, untate en las uñas un color verde o negro. ¡Perdete de este cuarto! Yo ya no quiero verla, me da asco su grueso pelo graso, pero no es fácil alejarla; se lanzaría a un barranco. Y quizás eso es lo que quiero. Ver como se estrella, como se hace pedazos, pero tener que recogerla, dar cuentas de sus cosas, guardar su retrato, meterla en un cajón; eso sería absurdo. No puedo, no es mi trabajo.

Vanessa Beecroft VB61