martes, 6 de marzo de 2018

LA VIDA ES UN JUEGO VIOLENTO


Los escritores hondureños Kalki Martínez, Gustavo Campos y Jorge Martínez Mejía, conversan sobre Vírgen y otros cuentos, la primera obra de Kalki Martínez.

Imagen central de la portada de Virgen y otros cuentos


El primer libro de Kalki Martínez, en una lectura de Dennis Arita


Por Dennis Arita

El juego que nos propone Kalki Martínez en Virgen y otros cuentos siempre tiene un desenlace amargo porque en el mundo de los marginados nunca hay ganadores.


Juanca, Charly, Tavo, Lenín, Beto, Carlos, Tato, Julio, Fernán: nombres que parecen intercambiables, pero que, en el mundo de Virgen y otros cuentos, de Kalki Martínez, pertenecen a jóvenes separados por la violencia de los barrios sampedranos. Los primeros cinco, personajes de “Dingo”, la pieza que abre la colección, son los chicos normales de la barriada y los últimos cinco, del cuento “Virgen”, tercero del libro, son muchachos brutales que han perdido la inocencia, están en guerra con el mundo y no entienden el porqué de su malestar. La violencia es lo único que parece satisfacerlos y los hace sentirse distintos e importantes. Como dicen ahora por ahí, la violencia los empodera. Para estos cinco chicos, ser violentos es al mismo tiempo rito y afirmación.

Pero nadie se levanta un buen día y decide ser violento como otros se levantan y escogen ir o no al trabajo o darse un baño. La violencia tampoco es una enfermedad que lo agarra a uno por sorpresa. La violencia es casi siempre una reacción: nos pasa algo y reaccionamos violentamente. Igual podríamos reaccionar de otro modo, pero hay hechos en la vida que no parecen dejarnos otra salida que la brutalidad. Si nos ofenden, nos desquitamos; si nos quitan algo, lo arrebatamos; si nos golpean, golpeamos más duro.
Los personajes de Virgen y otros cuentos no pueden escapar de la violencia porque viven “en el infierno”, como dice Tito, narrador y protagonista del cuento que da título a la colección: la brutalidad los acosa donde estén, en casa, en la escuela y el colegio, en la calle, en el campo de juegos. No son sitios para vivir, sino para pelear. Cada lugar tiene su propio código feroz. En casa, donde suele comenzar la barbarie, los adultos imponen las reglas: “Cuando mi papá le gritó a Charly por la golpiza que Beto le dio, quise justificarlo, pero me quedé callado porque, si me entrometía, el que saldría castigado a golpes sería yo por no haberle avisado”, dice el narrador de “Dingo”.

Es natural que jovencitos criados en la violencia en casa se enfrenten en otros lugares —el colegio, el campo de fútbol— donde aprenden una nueva regla: tienen que competir para ganar. De esa manera, el mundo se convierte en un inmenso campo de juegos donde todo está permitido para vencer al oponente. Hay que someter al rival, adueñarse lo que tiene, no dejar que invada nuestro territorio. La vida se transforma en un juego violento.
En ocasiones, el juego de la violencia comienza en casa, como le ocurre a Suyapa, la muchacha de la que está enamorado el narrador de “Virgen”: “Me dijo que su papá desde que tenía nueve años la violaba en ese cuarto (…) le decía que le alcanzara cosas que estaban debajo de la cama y así comenzaba el jueguito”.
Suyapa y los demás personajes marginados y ultrajados del libro de Martínez trasladan su cólera y su deseo de venganza desde el hogar al no menos despiadado campo de juegos del mundo. El campo de fútbol en “Dingo”, escenario de la pelea de territorio entre Beto y el grupo de niños, se transforma, en el cuento “Virgen”, en la cancha del cerro donde en una incómoda tregua juegan pandilleros y adolescentes normales y donde matan a Suyapa, en una deformación ulterior del juego de la violación en casa.

Los pasatiempos brutales continúan en el mundo de los adultos. La infidelidad y el sexo son las principales distracciones del protagonista de “El rostro del amor” (“Ella no marcaba fronteras […], cada cosa que él incluía en el juego del sexo la aceptaba”), el matrimonio es su campo de entretenimiento y su mujer es su oponente, pero la suerte de ningún jugador es eterna. No solo engaña a su mujer, también se engaña él mismo. Viven enmascarados debajo de objetos a los que adoran: “Inclinándose, acarició cada prenda con ternura”, “se envolvió en aquella tela suave y delgada, transparente”, y, como todas las estafas, su matrimonio está hecho de reflejos: “A través del espejo lo observaba”, “vio su cuerpo reflejado en el monitor”. El final de “El rostro del amor” es agrio como el de todos los cuentos del libro, como el de “Dingo”, en el que Beto sigue siendo el mismo jovencito malvado, y el de “Virgen”, cuyo narrador corre una suerte parecida a la de Suyapa.

El terrible destino de Gordo, en “El hombre y el perro”, es un ejemplo de cómo el juego, en su caso el deporte del box, suplanta a la vida. Gordo no es solo un ser violento; para el narrador del cuento, su hermano es un animal. Gordo incluso comparte apodo con un perro. “Creo que mi hermano es ese perro”. Los animales, según alguna opinión popular, no tienen pensamiento y Gordo es como ellos, irracional, rudo, puro músculo y reacción primitiva. La vida de Gordo parece comenzar desde el momento en que pone un pie en el cuadrilátero para ser el sparring de un boxeador experimentado. Antes de relatar ese salto al ring, el narrador solo menciona un suceso en la vida de Gordo: “Se dedicó desde los catorce al estricto entrenamiento del boxeo”.

Gordo, como los jovencitos de los demás cuentos, huye de la brutalidad doméstica (“la violencia siempre estuvo metida en casa, nos perseguía”, dice el narrador) e irónicamente la sustituye por la violencia en el ring. A lo mejor, Gordo, igual que los chicos de “Virgen”, cree que la brutalidad del box es una que puede dominar, en la que es, por fin, alguien. Pero, también como los muchachos de la pandilla, está engañado y la violencia acaba subyugándolo, arrastrándolo en un remolino incontrolable. Cree haber escogido su destino, pero fue su destino el que acabó escogiéndolo a él.



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