miércoles, 24 de febrero de 2010

La piel de la ternera: Sabrosa carne al asador


Es pura carne de ternera criada en zonas oscuras, en los rincones donde aún se guarda la buena tradición del asado. La piel de la ternera es preciada en la fabricación de fajones o alfombras de habitación. En la actualidad el destace de las terneras sigue siendo un oficio refinado, costoso y complicado; y muy poco conocido. El poeta Otoniel Natarén ha cuidado por su propia cuenta una ternera blanca con motas negras siguiendo las instrucciones cuidadosas que exige el oficio: masajes relajantes, forraje mezclado con cerveza y ron. La calma de la ternera se logra relatándole los mejores textos lúdicos de la campiña silvestre. Este proceso permite que las carnes adquieran el tono y la firmeza requerida por el mejor gourmet. Los finos filetes de ternera no tienen ni una pizca de grasa, por eso, acompañar a Otto significa participar en la mejor degustación de carne magra al asador, con cervezas bien frías.
¡Salud, Otto! Disfrutemos tu ternera.
He aquí dos filetes:

PETITE AMIE

Pobre Lelián

Yo digo que sus manos son hermosas,
y que un fogoso faro brille,
dándoles la grata luz del día.
Fueron mimosas, felinas,
bajo el beso de los árboles.

Luego amamos los parques tan vacíos
donde el cuerpo se explica
sin sus velos hacia aquel sueño eterno
en los umbríos,
con la boca de todos los consuelos.

¿Habías soñado esto?,
me decía, y el ebrio a quien escupen,
el chiflado, en brazos de ese aliento del pasado
con los ojos vacunos juraría
que estos versos de lira luminosa
la alzarán inmortal desde mi fosa.

LOS DESTELLOS DE LA FE TRANSIDA

La lengua la suavizada carne de los besos,
todavía flor en la mirada pajiza de las reses;
algo de bestia o de canción
en el sueño rosáceo,
algo de sombra intermitente
por riscos y vaquerías, atravesando,
sobre patas, nerviosa;
todavía ternura asomada en los ojos desarticulados.
Y cabe la esperanza en un suspiro humedecido
y toda la tristura, y arroja noches
desde un abismo, sobre sus mejillas,
y resbalan mujeres secretas
de algún espacio en el equinoccio;
tan omitida y tan íntima de nuestros ojos,
sin alivio.
Y moribunda y puñal sanguíneo,
desde una ubre de luna,
clamara como una nube,
despeñándose.
“Este es el pergamino,
el blanco pan, la lámina donde trazaran el encanto,
mi ruina; mi desaforado temblor y los pétalos:
ésta es la piel, los labios de la tierra,
el beso perdido, el beso anhelado.”
De su dedo en la ardiente atmósfera,
—el abrazo helado a las llamas—
el abrazo desesperado del dolor:
el dolor fosforesce en las heridas amargas.
Habría recorrido la noche buscando en sus cámaras;
declina su figura, y declina su serenidad,
se descalabra; habría encontrado un sonido,
una distracción; era fiel a cierto espejismo,
a cierta blancura: por posarse, fría y ruin,
en la ternera, no comía, no dormía,
se moría de sequía.
Y clamara, entonces:
¡Tengo sed! ¡Estoy hambrienta!,
y arrastrara su inquietud por los corredores:
un deseo, un tormento pendiendo de algún hilo;
y deriva un roce, una sacudida, un desprendimiento.
Quien llamara a voces y vimos con los ojos desgastados
y la palidez: un mundo que era escaso, y no le satisfizo.

UNO QUIEN CIERRA SU BOCA
Esto es lo que sigue, no más apresuramientos;
yo te serviré el café, el de los atardeceres,
el de las calderas donde reposamos los caídos,
porque llega la hora con la llave rutilante.
Calcula y remueve el remache el gran orfebre;
y espera con ansia en los atrios del cosmos;
y vendrá a preguntar por nuestra divinidad harapienta.
Vendrán también a olvidar su dios los trémulos,
los de la niebla, a dormir su siesta desdichada,
donde Ella no está, a la hora donde siempre
será tarde para la mesa.
Porque crecen las deudas y el hambre,
y somos groseras deudas.

Un cuento de ISAAC ASIMOV


EL BARDO INMORTAL


-¡Oh, sí dijo el doctor Phineas Welch-. Puedo resucitar los espíritus de los muertos ilustres.
Estaba un poco bebido, pues de otro modo acaso no habría dicho eso. Desde luego, era perfectamente natural hallarse un poco achispado en la fiesta anual de Navidad.
Scott Robertson, el joven profesor auxiliar de inglés, ajustó sus espejuelos y miró a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie los había oído.
-¿De veras, doctor Welch?
-Tal como le digo. Y no sólo el espíritu, sino también el cuerpo.
-No creo yo que eso sea posible- manifestó remilgadamente Robertson.
-¿Por qué no? Es una simple cuestión de transferencia temporal.
-¿Quiere usted decir de viaje en el tiempo? Pero es completamente... insólito.
-No para quien sepa hacerlo.
-Y bien, ¿cómo ha podido hacerlo usted, doctor Welch?
-¿Cree usted que voy a decírselo? -inquirió gravemente el físico.
Dejó vagar la mirada en derredor buscando otro trago, pero no halló ninguno.
-Hace poco resucité algunos muertos ilustres: Arquímedes, Newton, Galileo. ¡Pobres tipos!
-¿No les gustó el mundo de hoy? No puedo menos de pensar lo mucho que debe de haberles fascinado la ciencia moderna- opinó Robertson, que empezaba a cogerle gusto a la conversación.
-¡Oh, sí. Sí. No cabe duda. Especialmente Arquímedes. Al principio pensó que se volvería loco de alegría, luego de algunas explicaciones que le hice sobre la ciencia moderna en el poco griego que sé, pero no... no fue así... no...
-¿Qué era lo que no marchaba bien?
-Pues, ni más ni menos, el proceder de una cultura distinta. No podían acostumbrarse a nuestra forma de vida. Se sentían terriblemente solos y asustados. Tuve que devolverlos a sus respectivas épocas.
-¡Qué lástima!
-Sí. Grandes mentes, pero no flexibles. No universales. Así, pues, probé con Shakespeare.
-¡Qué!- gritó Robertson, a quien tocaba más de cerca este personaje.
-No grite, muchacho -observó Welch-. Es una falta de educación.
-¿Dijo usted que resucitó a Shakespeare?
-Eso dije y eso hice. Comprenda usted, precisaba de alguien con una mente universal; alguien cuyo hondo conocimiento del hombre le permitiera sentirse a gusto fuera de su propia época. Shakespeare era el personaje indicado. Por cierto que obtuve su firma, a modo de recuerdo...
-¿La tiene ahí?- dijo Robertson, con los ojos queriéndosele salir de las órbitas.
-Aquí mismo.
Welch hurgó en los bolsillos de su chaleco.
-Ah, aquí la tengo- dijo al fin.
Tendió al profesor auxiliar una tarjeta de cartulina en cuyo anverso decía: L. Klein e Hijos Ferretería al por mayor. En el reverso podía leerse en sinuosa caligrafía: Willm Shakesper.
Una repentina curiosidad se apoderó de Robertson:
-¿Qué aspecto tenía?- preguntó.
-No se parece a sus retratos. Calvo y con un feo bigote. Hablaba con un deje como el de la gente del campo. Desde luego, me esmeré todo cuanto pude para hacer que le gustase nuestra época. Le dije que a sus obras de teatro las teníamos en la más alta estima y que seguíamos representándolas aún. Es más, le dije que pensábamos que eran las más grandes piezas literarias del idioma inglés, acaso las más grandes escritas en cualquier idioma.
-Muy bien; muy bien -dijo Robertson, anonadado.
-Le dije que se había escrito innumerables volúmenes críticos sobre sus obras.
Naturalmente deseó ver alguno, y le traje uno que cogí de la biblioteca.
-¿Y cuál fue el resultado?
-Oh, se quedó maravillado. Desde luego, tuvo dificultades con el inglés actual y con los hechos históricos acaecidos de 1600 a esta parte, pero lo ayudé a comprender una cosa y la otra en todo lo que estuvo a mi alcance. Pobre tipo. Creo que jamás esperó que pudiera merecer aquellos ditirambos, y no cesaba de decir: "¡Alabado sea Dios! ¡Qué de cosas han parido las palabras en cinco siglos! ¡Qué homérica inundación puede dar de sí un paño mojado!".
-No. No diría eso. William Shakespeare no diría eso.
-¿Por qué no? Escribía sus piezas con tanta rapidez como podía. Dijo que tenía que hacerlo así para poder cumplir con el plazo que le fijaban. Compuso Hamlet en menos de seis meses. El argumento databa de varios siglos atrás. El no hizo más que pulirlo.
-Eso es todo lo que se le hace a un espejo telescópico. Sólo se le pule- dijo con indignación el profesor auxiliar de inglés.
El físico no le hizo caso. Reparó en un cóctel intacto sobre la barra a unos pasos de él y se lo apropió.
-Yo le hice saber al bardo inmortal que hasta dábamos cursos universitarios sobre Shakespeare.
-Yo doy uno.
-Lo sé. Lo inscribí en su curso nocturno. Jamás vi a un hombre tan ávido por descubrir lo que la posteridad pensaba de él como lo estaba el pobre Will. Se afanó mucho por averiguarlo en todos sus pormenores.
-¿Así que usted inscribió a William Shakespeare en mi curso?- farfulló Robertson.Incluso como fantasía alcohólica, aquello lo dejaba sin aliento. ¿Pero era en efecto una fantasía alcohólica? Comenzaba a recordar a un hombre calvo, de raro, de singular léxico.
-No bajo su nombre verdadero, desde luego -dijo el doctor Welch-. No importa lo que hubo de soportar. Fue un error de mi parte haberío inscrito; eso es todo. ¡Un gran error! ¡Pobre tipo!
Miraba el cóctel con la frente humillada, con ligeros meneos de cabeza.
-¿Por qué fue un error de su parte? ¿Qué sucedió? -Tuve que enviarlo de nuevo al 1600- rugió con indignación Welch-. ¿Cuánta humillación cree usted que puede soportar un hombre?
-¿Pero de qué humillación habla usted?
El doctor Welch vació de un trago la copa de cóctel.
-¡Usted, amigo mío, cometió la imperdonable estupidez de suspenderlo!

sábado, 13 de febrero de 2010

Charles Bukowski: El princpiante



Bien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con Madge:
-Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El cine no me gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un problema.
-¿Has ido alguna vez a un hipódromo?
-¿Qué es eso?
-Donde corren los caballos. Y tú apuestas.
-¿Hay algún hipódromo abierto hoy?
-Hollywood Park.
-Vamos.
Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.
-Parece que hay mucha gente -dije.
-Sí, la hay.
-¿Y qué haremos ahí dentro?
-Apostar a un caballo.
-¿A cuál?
-Al que quieras.
-¿Y se puede ganar dinero?
-A veces.
Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:
-¡Lea aquí cuales son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que lo gane! Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un folleto formativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me explicó cómo tenía que hacer para apostar.
-¿Sirven aquí cerveza? -pregunté.
-Sí claro. Hay un bar.
Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás, donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era sólo un montón de números.
-Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos -dijo ella.
-Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.
-¡Oh! Perdona.
-Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.
-Oh, Harry, eres todo corazón -dijo ella.
En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de seda tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes les ignoraban. Ignoraban a los
aficionados y parecían incluso un poco aburridos.
-Ese es Willie Shoemaker -dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la gente que resultaba depresivo.
-Ahora vamos a apostar -dijo ella.
Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador. Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería apostar. Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía: «¡Están en la puerta!».
Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la línea de meta.
-Elegí a Colmillo Verde -le dije.
-Yo también -dijo ella.
Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno. Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo Verde, muy tarde, Madge gritó:
-¡COLMILLO VERDE!
Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge empezó a saltar y a gritar: ¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!
Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.
-¿Quién ganó? -pregunté.
-No sé -dijo Madge-. Es emocionante, ¿eh?
-Sí.




Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un 3 tercero. Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.
Miramos el folleto para la siguiente carrera.
-Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.
-De acuerdo -dijo Madge.
Tomamos un par de cervezas.
-Todo esto es estúpido -dije-. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?
-No sé. Tenía un nombre tan bonito.
-Pero los caballos no saben cómo se llaman... El nombre no les hace correr.
-Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras. Tenía razón. Las había.
Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento». Yo apostaba automáticamente, sólo porque ella estaba allí. Los seis dólares de Madge se acabaron al cabe de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil ganar. Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las probabilidades. En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca de la curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y Claremount III estaba 25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la curva y el anunciador dijo:
-¡Ahí viene Claremount III! Y yo dije:
-¡Oh, no!
-¿Apostaste por él? -dijo Madge.
-Sí -dije yo.
Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que parecían unos seis largos. Completamente solo.
-Dios mío -dije-, lo conseguí.
-¡Oh, Harry! ¡Harry!
-Vamos a tomar un trago -dije.
Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.
-Apostamos por Claremount III -dijo Madge al del bar.
-¿Sí? -dijo él.
-Sí -dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del hipódromo. Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a 52,40.
-Creo que se puede ganar a este juego -le dije a Madge -. Sabes, si ganas una vez no es necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.
-Así es, así es -dijo Madge. Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos. Miré el tablero.
-Aquí está -dije-. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta. Fuimos a recoger mis 52,40. Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares con él ganador. Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería.
Debía haber cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis. Indicaron cuál era el primero: 6. Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX. Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos. También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba 22,80 dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.
-Dejemos que se despejen las colas -dije-. Ya cobraremos luego.
-¿Te gustan los caballos, Harry?
-Se puede -dije-, se puede ganar, no hay duda.
Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel camino del aparcamiento.
-Por amor de Dios -le dije a Madge-, súbete las medias. Pareces una lavandera.
-¡Uy! ¡Perdona papaíto! Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor que esto. Jajá.

jueves, 11 de febrero de 2010

Poemas de Enrique Linh, Nicanor Parra y Leopoldo María Panero


Enrique Lihn


PORQUE ESCRIBÍ


A Cristina y Angélica


Ahora que quizás, en un año de calma,
piense: la poesía me sirvió para esto:
no pude ser feliz, ello me fue negado,
pero escribí.
Escribí: fui la víctima
de la mendicidad y el orgullo mezclados
y ajusticié también a unos pocos lectores;
tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto;
una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.
Pero escribí: tuve esta rara certeza,
la ilusión de tener el mundo entre las manos
—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco
con toda su crueldad innecesaria—
Escribí, mi escritura fue como la maleza
de flores ácimas pero flores en fin,
el pan de cada día de las tierras eriazas:
una caparazón de espinas y raíces.
De la vida tomé todas estas palabras
como un niño oropel, guijarros junto al río:
las cosas de una magia, perfectamente inútiles
pero que siempre vuelven a renovar su encanto.
La especie de locura con que vuela un anciano
detrás de las palomas imitándolas
me fue dada en lugar de servir para algo.
Me condené escribiendo a que todos dudarán
de mi existencia real,
(días de mi escritura, solar del extranjero).
Todos los que sirvieron y los que fueron servidos
digo que pasarán porque escribí
y hacerlo significa trabajar con la muerte
codo a codo, robarle unos cuantos secretos.
En su origen el río es una veta de agua
—allí, por un momento, siquiera, en esa altura—
luego, al final, un mar que nadie ve
de los que están braceándose la vida.
Porque escribí fui un odio vergonzante,
pero el mar forma parte de mi escritura misma:
línea de la rompiente en que un verso se espuma
yo puedo reiterar la poesía.
Estuve enfermo, sin lugar a dudas
y no sólo de insomnio,
también de ideas fijas que me hicieron leer
con obscena atención a unos cuantos psicólogos,
pero escribí y el crimen fue menor,
lo pagué verso a verso hasta escribirlo,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.
Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.
Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.


NICANOR PARRA




Yo no digo que ponga fin a nada
no me hago ilusiones al respecto
yo quería seguir poetizando
pero se terminó la inspiración.

La poesía se ha portado bien
yo me he portado horriblemente mal.
Qué gano con decir yo me he portado bien
la poesía se ha portado mal

cuando saben que yo soy el culpable.
¡Está bien que me pase por imbécil!
La poesía se ha portado bien
yo me he portado horriblemente mal
la poesía terminó conmigo.

Leopoldo María Panero


BLANCANIEVES SE DESPIDE DE LOS SIETE ENANOS


Prometo escribiros, pañuelos que se pierden en el horizonte, risas que palidecen, rostros que caen sin peso sobre la hierba húmeda, donde las arañas tejen ahora sus azules telas. En la casa del bosque crujen, de noche, las viejas maderas, el viento agita raídos cortinajes, entra sólo la luna a través de las grietas. Los espejos silenciosos, ahora, qué grotescos, envenenados peines, manzanas, maleficios, qué olor a cerrado, ahora, qué grotescos. Os echaré de menos, nunca os olvidaré. Pañuelos que se pierden en el horizonte. A lo lejos se oyen golpes secos, uno tras otro los árboles se derrumban. Está en venta el jardín de los cerezos.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Georg Trakl: Las ratas




En el patio de otoño blanca luce la luna.
La soledad habita en vacías ventanas,
y del tejado se desprende la penumbra.
Entonces aparecen, misteriosas, las ratas.

Ellas van, ellas vuelven, emitiendo silbidos,
un aroma de muerte que traen de las cloacas,
y blanca tiembla sobre los horribles detritos
la endeble luz de la luna, dibujando fantasmas.

Ávidas chillan las ratas, grises demonios,
asaltando repletos graneros, limpia casa,
devoran trigo y fruta cual indómitos locos.
En lo oscuro, los gélidos vientos lloran y cantan.

lunes, 8 de febrero de 2010

Un rarísimo cadáver existencial de Jorge Martínez Mejía

Imagen: Jackson Pollock, She Wolf


Jorge Martínez Mejía

No existes

Tú no sabes nada de mí, ni mi nombre, ni por qué una vez dibujé con tiza tu nombre en la vieja pared de mi casa. No sabes nada. No eres nada, no existes. Cualquiera diría que te escondes detrás de las palabras, pero no eres sombra, ni palabra. Nada te designa, nada te atenaza amada mía muerta. Mi amorosa poesía, luz caída dentro de mí, luz apagada. No sé por qué aún te busco, ausencia mía, noche sin mí, pequeño soplo en mi ceniza.

José Gorostiza: Muerte sin fin

José Gorostiza Alcalá fue un poeta y diplomático mejicano, que nació en Villahermosa (Tabasco) el 10 de noviembre de 1901 y murió en Ciudad de Méjico el 16 de marzo de 1973. Terminados sus estudios, fue profesor de Literatura de la Universidad Nacional de Méjico desde 1929. Su primer libro de poemas "Canciones para cantar en las barcas" (1925), fue su presentación a través de la revista Contemporáneos como un escritor de transición entre la efímera vanguardia de los estridentistas y la reposada y honda expresión lírica de los años siguientes.

MUERTE SIN FIN


Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la
inteligencia; mía es la fortaleza.
Proverbios, 8,14.
Con él estaba yo ordenándolo todo; y fui
su delicia todos los días, teniendo solaz
delante de él en todo tiempo.
Proverbios, 8,30.
Mas el que peca contra mí defrauda su
alma; todos los que me aborrecen aman la
muerte.
Proverbios, 8,36.
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí -ahito- me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar-más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante -oh paradoja- constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflor
aun más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñado,
cantando ya una sed de hielo justo
!Mas qué vaso -también- más providente
éste que así se hincha
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones
!¡Más qué vaso -también- más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdediza,
pero que asi el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de El, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imperdonable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran-peces del aire altísimo-
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se retira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser -si no- si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
-en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio-ocurre,
nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También -mejor que un lecho- para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración?
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre,
para tornar mañana por sorpresa
es un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
-nunca aprehendidas,
siempre nuestras-
que eluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa,
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no sólo esta luz,
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida substancia
nos permite mirar,
sin verlo a El, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario-
¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mecánica!-
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.
Pero en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz
-ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres -antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo
-de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el prometido fruto de mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice
oscuramente
¡hop!
la apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semilla-planta!
¡planta-semilla-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Después, en un crescendo insostenible,
mirad como dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que aun a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más -porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce
-somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina-
las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso,
pero aún más -porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites-
perfora la substancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y en un ilustre hallazgo de ironía
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.
Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,
se regala el ánimopara gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que -hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros-
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.
¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose en sí misma,
única en El, inmaculada, sola en El,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
-¡oh inteligencia, páramo de espejos!
helada amanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslanones
que apenas se apresura o se retarda
según la intesidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡Aleluya, aleluya!
Iza la flor enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería
de olor alado!
¡Oh, que mercadería
de tenue olor!
¡cómo inflama los aires
con su rubor!
¡Qué anegado de gritos
está el jardín!
"¡Yo, el heliotropo,yo!"
"¿Yo? El jazmín.
"Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.
Tiene la noche un árbol
con frutos de ámabar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.
El tesón de la sangre
anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.
Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.
Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.
Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!
¡Qué anochecido sabes,
tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!
Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.
Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.
(Baile)
Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.
En el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
-ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay, abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio.
Más amor que sed; más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
-germen del trueno olímpico-
la forma
en sus netos contornos fascinados.
¡Idolatría, sí, idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, además, oírse.
Ni le basta tener sólo reflejos
-briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo,
para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico
que encadena el amor a su pecado.
En el nítido rostro sin facciones
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es, ella también, aunque por arte
de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
instalan un infierno alucinante.
Pero el vaso en sí mismo no se cumple.
Imagen de una deserción nefasta
¿qué esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose.
Hay algo en él; no obstante, acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el viento, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya, embozado en el giro de un reflejo,
en un llanto de luces se liquida.
Mas la forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¿En las agustas pituitarias de óniceno
juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus pieles la poesía?
¡Ilusión, nada más, gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ahí donde el olor emite
¡oh turbio sol de podre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí, presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacia otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
-senil recién nacida-
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
-¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!
-cuando al soplo infantil
de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.
No obstante
-¿por qué no?
-tambinén en ella
tiene un rincón el sueño,
árido paraíso sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro
que engendra, aletargada, su costilla.
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasión se transfigura,
tuerce la órbita de su destino
y se arrastra en secreto hacia lo informe.
La rapiña del tacto no se ceba
-aquí, en el sueño inhóspito-
sobre el templado nácar de su vientre,
ni la flauta Don Juan que la requiebra
musita su cachonda serenata.
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
En los sordos martillos que la afligen,
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte niña
que nutre en sus escombros paulatinos,
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe;
siente que su materia se derrama
en un prurito de ácidas hormigas;
que, ya sin peso, flota
y en un claro silencio se deslíe.
Por un aire de espejos inminentes
¡oh impalpables derrotas del lirio!
cruza entonces, a velas desgarradas,
la airosa teoría de una nube.
En la red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma,
la bebe, sí, en el módulo del vaso,
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
-a su vez-
cede a la informe condición del agua
a fin de que -a su vez- la forma misma,
la forma en sí, que ésta en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer el vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma,
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a construir el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto el dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.
Porque en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma
se abrasan, consumidos por su muerte
-¡ay, ojos, dedos, labios,
etéreas llamas del atroz incendio!-
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga,
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza,
entre tambores de gansoso idioma
y esbeltos címbalos que dan al aire
sus golondrinas de latón agudo;
ay, los trenos e himnos que laoban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jardín
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crepúsculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las púas de un gorgojeo;
y la febril estrella, lis de calosfrío,
punto sobre las íes
de la tinieblas;
y el rojo cáliz del pezón macizo,
sola flor de granado
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandrágora del sueño amigo
que crece en los escombros cotidianos
-ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.
Porque el tambor rotundo
y las ricas bengalas que los címbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema -confuso- en la garganta,
exhausto de sentido;
ay, su aéreo lenguaje de colores,
que así se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas
o en el sol de sus tibios bermellones;
él, que discurre en la ansiedad del labio
como una lenta rosa enamorada;
él, que cicela sus celos de paloma
y modula sus látigos feroces;
que salta en sus caídas
con un ruidoso síncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa
en las mustias cenizas del oído;
que oscuramente repta
e hinca enfurecido la palabra
de hiel, la tuerta frase de ponzoña;
él, que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales,
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga -confuso- en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.
Porque el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
que en cautelosas órbitas discurren
como estrella de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salmón de los regresos
y el delfín apolíneo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas;
cuando el tigre que huella
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte
y el bóreas de los ciervos presurosos
y el cordero Luis XV, gemebundo,
y el león babilónico
que añora el alabastro de los frisos
-¡flores de sangre, eternas,
en el racimo inmemorial de las especies!
-cuando todos inician el regreso
a sus mudos letardos vegetales;
cuando la aguda alondra se deslíe
en el agua del alba,
mientras las aves todas
y el solitario buho que medita
con su antifaz de fósforo en la sombra,
la golondrina escritura hebrea
y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil;
cuando todo -por fin- lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.
Porque los bellos seres que transitan
por el sopor añoso de la tierra
-¡trasgos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro!
-todos se dan a un frenesí de muerte,
ay, cuando el sauce
acumula su llanto
para urdir la substancia de un delirio
en que -¡tú! ¡yo! ¡nosotros!
- de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados,
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oración ante su estrella;
cuando con él, desnudos, se sonrojan
el álamo temblón de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
témpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura
que se pierde en las nubes, persiguiéndose;
y también el cerezo y el durazno
en su loca efusión de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de raíces,
desde el heroico roble
hasta la impúbera
menta de boca helada;
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso,
se esconden en sus ásperas raíces
y en la acerba raíz de sus raíces
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
hasta quedar inmóviles
¡oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de las piedra.
Porque desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera
mente de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda que se anega
en el abril de su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus linadas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro,
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo,
en su aterida combustión se arranca.
Porque raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos
con sólo naipes de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus meternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohino crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí, paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus túmidas matrices,
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedraa la piedra, el fuego
al fuego, el maral mar, la nubea la nube, el sol
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desembocan en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y sola ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido -¡ay, Él también!
- por un cabello,
por el ojo en almendra de esa muerte
que amena de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
¡Aleluya, aleluya!
¡Tan-tan! ¿Quién es?
Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incensante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida
,por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.
¡Tan, tan! ¿Quién es?
Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pugentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en un solo golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.
¡Tan,tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas;
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.
(Baile)
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!

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"Muerte sin fin" es probablemente la obra poética de la literatura mejicana de este siglo que ha merecido más estudios, elogios y admiración. Para Octavio Paz (1914- ) esta obra "se instala fuera del tiempo" y es ejemplo de una "perfección acabada". Martín Luis Guzmán (1887-1976) la define como "la obra más extraordinaria de la poesía mejicana".