martes, 4 de octubre de 2016

Amante diluviana



Rene Magritte, El Castillo





Por Jorge Martínez Mejía




Mi amorosa amante diluviana trae su resplandor por la mañana. Esta no es la capital de ningún país, es la capital de las ventanas. Con astucia me deslizo entre amasijos de signos blandos, cómicos y horribles. Ayer abrieron de tajo la calle del Guanacaste y se pudo ver la tripa pública y las piedras negras en el corte.

La atractiva hediondez era perfecta. En la notable incisión rectangular, pactados por cultos expatriados y apátridas nativos, podían verse trampas, caparazones, fábricas de alambre, caramelos de leche falsa, rieles de oro de futuros tranvías, limusinas y vertiginosos mazazos en la nuca.

Un viejo trabajador, sin guantes y sin nada, atado a una enorme y gruesa cuerda, atizaba la oscura ratonera:

–¡Dale duro, dale, dale, dale, dale! ¡Que salga la puta, que salga de una vez por todas!

–¡Más duro, más a fondo! ¡Más, más más…!

–¡Ahí, ahí está…más a la derecha, un poco más a la derecha y basta!

En el vergonzoso sol de estas mañanas, mi amorosa amante diluviana, mi puta patria, apenas puede soñarse como una sórdida roca sepultada.

–¡Te dije que ya estuvo!



En fin, sé que a nadie gustará mi pobre, vieja y puta patria, y no me interesa. Todos querrán a una joven mujer bella. Yo solo miro la enorme roca negra, sangrante, colgada de los garfios.













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