Imagen del poeta Jorge Martínez Mejía
Jorge Martínez Mejía
Entonces llegaría al café y un anónimo muchacho pasaría buscando un libro de Bukowski. Tendría que ir con una chamarra azul debajo de la lluvia, porque del otro lado de la calle, alguien saltaría para guarecerse.
Mario Gallardo, molesto por una lectura reseñada con sordera en una revista de la capital, endulzaría su café recordando a Bolaño y se imaginaría a Santiago levantando su bote de licor en un pequeño bar.
En una de las mesas del rincón, se escucharía la voz persistente de dos tipos empecinados en un lejano proyecto literario, un boletín, una revista, un video clip, cualquier cosa, con un maravillado sentimiento. Todo pasaría tan fugaz bajo el efecto gris de la lluvia para que ese recuerdo empezara a materializarse.
Armando García y Helen Umaña, emocionados, leerían un inmenso tomo de la nueva literatura hondureña en la pequeña radio que nadie enciende siquiera por consideración, pero leerían con fe en que alguien escucha. Helen tendría cierta plenitud en la voz, un poco de humor inusitado que Armando celebraría riendo por debajo de sus lentes.
En la librería de al lado, el joven administrador volvería a revisar las cuentas cada vez más rojas, escuchando sus pasos de madera. El semáforo de la esquina se quedaría en rojo por más tiempo.
En la esquina contraria, una mujer anciana señalaría con su índice la mejilla de la pequeña que se ha detenido de pronto.
Todo se prepararía para este recuerdo.
Ya he abierto la puerta de cristal y visto el reflejo gris de la lluvia. Y sé que después de ese acto será demasiado tarde y no podré decir más nada…
La ciudad se ha alejado tanto. Pero siempre llegaría para decir algo al entrar al café, y alguien curaría mi desamparo al mencionarte.
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