En la imagen de Karen Valladares, la escritora Jéssica Sánchez, Jorge Martínez Mejía y el sociólogo Sergio Bahr, durante la presentación de El mundo es un puñado de polvo, en Tegucigalpa
Por Jéssica Sánchez
Todo mundo tiene derecho a reinventarse, a construirnos una imagen que combine aquello que deseamos ser, con lo que somos, una aleación de realidad y utopía. Sin embargo, en esta vida, mucho más en estos aciagos tiempos de violencia y muerte, es difícil lograrlo. Esta búsqueda es en parte lo que buscamos aquellos que estamos vinculados al arte o en este caso a las letras. Eso es lo que Jorge Martínez Mejía en primera instancia nos presenta en este libro de la Editorial Grado Cero: El mundo es un puñado de polvo.
La novela inicia con un prólogo escrito por Sonofelet Bergua de la Vega que no tiene nada que envidiar a los exhaustivos prefacios con que nos deleitan académicos noveles o experimentados nacionales o extranjeros sobre un determinado libro que se ha convertido, claro está, en un requisito necesario para validar desde afuera lo que no vemos desde adentro: nuestra propia palabra. Es así como Jorge irrumpe en el escenario de la novela hondureña, con la ironía y el sarcasmo de una generación de escritores y artistas oriundos de la costa norte del país, que trasgreden incluso el acto de nombrarse a sí mismos.
Esta novela dividida en tres capítulos descendentes: El payaso, El rana y Junior nos lanza a un abismo donde la vida y la muerte se convierten en los ejes centrales y antagónicos que vibran en las voces de sus personajes, chicos del barrio, chicos del pueblo venidos al barrio, chicos migrantes, niños con vida de hombres.
Quiero decir que esta novela es un gesto de ternura, de ternura propia y ajena. Una ternura con la que el autor logra envolvernos aún desde el horror que nos produce la lectura de los textos. Porque es un horror cercano, el del barrio, el del vecino, el que vive a nuestro lado aunque finjamos no darnos cuenta. Contar, narrar esa realidad sin excesivo dramatismo, pero partiendo de voces desgarradas con las que nos identificamos, es en sí un logro. Tal vez por eso se lee de un tirón porque la muerte no logra arrebatar la presencia de la vitalidad de sus personajes, de su contexto y de su lucha por la vida. La oscuridad manifiesta en los relatos que conforman este libro esconde un halo de luz en las palabras, ejercicio literario donde confluyen estética y realidad.
Desde la voz de los personajes, miembros de maras los unos, abuelas, hermanas y madres las otras, la propia muerte se presenta en los recuerdos de las mujeres que tratan inútilmente de levantar y defender la vida de esos hombres que dependen de ellas. Los padres ausentes o retratados como machos violentos son parte del engranaje de estas historias. Las madres que luchan por la vida, solas y los hombres que huyen de ellas, como si nada.
Estos relatos son un grito marginal y potente. Relatos salidos de las calles, en ámbitos netamente urbanos, que sin embargo arrastran las raíces de la ruralidad. Es decir, complejos retratos que muestran un mundo globalizado y por ende muy humano, lleno de violencia y muerte, como en el texto El Lenquita:
“Sus gritos se perdieron en medio de un reggaetón que salía por las persianas de la casa de al lado, y se elevaba alto, alto, muy alto, llevándose los gritos de El Lenquita, que lloraba mirándose la herida del estomago y su mano destrozada, Mamaíta, perdón, mamaíta. Yo perdí la llave y me voy…!Ayyyy, mamaíta! ¡hijos de puta, animales, me hicieron mierda, mamaíta!”
Estos son pues, los relatos del migrante que traspasa las fronteras de su propio mundo hacia ese otro en el que se ve arrojado de repente. Cantinas, hoteluchos, prostitutas y borrachos conforman el escenario que se abre ante los ojos de estos hombres. Las maras como expresión de esa cultura, la expresión violenta del pobrerío, quizás la única forma de rebeldía con la que se enfrenta a una sociedad enferma y demandante. La hoja roja, el recuerdo de la madre, infaltable y vital ante la mortalidad violenta:
“Mi madre me dolía para siempre, desde antes de averiguar que era el dolor que sentía. Yo adoraba a mi madre enferma, aunque su pelo ya no era el mismo, ni sus dedos tenían la elegancia de antes. Para mí, mi madre era un amor doloroso que no cesaba de aguijonearme, cada día, reclamándome”.
Esos barrios sampedranos donde el contacto con las maras es cotidiano y real, presente. Esos barrios donde tuve el privilegio de vivir y sobrevivir, donde también Jorge vivió, ese barrio Cabañas, tan profundamente nuestro, tan lleno de horror y de ternura, donde la bala, la puñalada, el chimbazo eran tan ciertos como el desayuno o la cena. Las peleas entre maras que no nos eran entonces, desconocidas:
“Los barrio pobre se fueron haciendo a un lado mientras cruzaban los brazos y mostraban las enormes letras que los identificaban. Hacían una b y una p con los dedos y gritaban ¡Mueran mierdas secas!, Hoy es el día”.
Otro elemento de esa cotidianeidad, son las experiencias de abuso y violencia sexual como parte del deber ser en las maras, como lo muestra el texto El Sapito. Las iniciaciones la golpiza, el consumo de drogas, las actividades delictivas, la relación con las madres forman parte de esta “familia” de esta colectividad que retrata Jorge en su libro.
La mirada de esas mujeres que los acompañan en los márgenes de la miseria no deja de ser fuerza en medio del duelo y la tristeza cercana. Impotentes ven como la tierra se une y el cielo cae sobre ellas, rumiando la futilidad de la vida:
“Nadie reparaba en el ahora, nadie lo miraba caer al precipicio horizontal de la calle, nadie miraba a su abuela introduciendo su mano en una olla abollada, raspando la miseria, ni colocar el florero viejo con sus flores artificiales, ni su cansancio, ni su angustia, ni su corazón sobresaltado pensando en el nieto ya hecho un hombre y destinado a la muerte. La abuela sentada en la cama vieja, en la misma cama que muriera su hija, mirando el retrato del nieto que estaba a punto de ser empujado por el viento”.
La novela se convierte en un texto donde el horror consigue escandalizarnos de tan normal que resulta. Es, más allá de un texto literario sobre las maras en Honduras, una radiografía literaria de nuestra sociedad, de lo que somos y como vivimos. A diario vemos noticias donde cuerpos de jóvenes hombres y mujeres son encontrados asesinados y esta realidad no consigue asombrarnos lo suficiente. Lo tomamos como parte del cuerpo de este gran pueblo donde vivimos, de todos los pueblos de Centroamérica.
A pesar de todo, ellos, ellas, los integrantes de las maras y quienes viven y respiran alrededor de esta comuna, logran sobrevivir desde esta ternura que vemos reflejada en el libro, que en suma habla de esa otra vida que a veces pretendemos ignorar. Jorge ha conseguido hacernos parte de esta colectividad desgarradora, de este grito humano que palpita, persistente entre nosotros.
Tegucigalpa, Octubre de 2011
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Jéssica Sánchez (Lima, Perú, 1974) Nacionalidad hondureña/ peruana. Licenciada en Letras, con una maestría en Estudios de Género. Ha trabajado con organizaciones de mujeres y ha realizado investigaciones para organismos internacionales como la OIT y el BID.
Medalla de plata en los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán, 2002. Es miembro de la Red de escritoras latinoamericanas. Ha trabajado en producción y distribución de la revista Letras de la UNAH- VS, (1995-2001). Coordinadora del Consejo Editorial “Capiro” (2000-2002). Diseño y montaje de la campaña radial sobre Derechos Humanos de las Mujeres en Honduras (1996-1999). Tiene algunos trabajos publicados en: Antología de poemas. Mujeres poetas en el país de las nubes. México D.F. (2001-2003). Coproductora de La llorona: Agenda de mujeres hondureñas (1995). Ha publicado trabajos en Ciencias Sociales. Compiló la Antología de cuentistas hondureñas (Letra Negra, 2005). Acaba de publicar su libro de relatos Infinito cercano (2011).
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