Por Jorge Martínez Mejía
Karen Valladares tiene la inocencia del tiempo que renace.
SONOFELET
La entrada a Ciudad inversa
Yo conocí ciudad inversa, un sitio construido por el ocio, sin oficios, sin obreros, carente de palabras a pesar de las palabras, de significados; en fin, un sitio dedicado al olvido. Desde el otro lado del muro pareciera que es un verso, una colección de poemas, un libro con título y solapa, pero nada tiene que ver con eso. Ciudad inversa es un testimonio, un parlamento que ha construido una mujer hondureña, capitalina para ser exactos. Una mujer que nos cuenta su primera percepción para entregarnos la belleza con la que comienza el siglo XXI, en este pequeño rincón del mundo. Pero aquí estamos en Ciudad inversa y las cosas no suceden igual ni de manera contraria. Aquí todo lo que hemos visto se modifica, no en su adverso, sino en otro, igual, pero distinto, en un relato tan individual que sorprende por la inocencia a la que se refiere Roland Barthes en El grado cero de la escritura. Todo lo que hemos sentido o visto perfectamente se encuentra aquí, en otra experiencia, y sin embargo nuestra. El hallazgo de este libro es la idea de que vivimos en esta ciudad al revés, la vida cotidiana, la lírica, el erotismo femenino desenfadado sin ramplonería, la reflexión común elevada al plano de las preocupaciones existenciales, sin pretensiones, quizás la pura reflexión. A esta ciudad se tiene que entrar sin el prejuicio que provoca la literatura, como quizás sea la idea central de Pierre Menard, autor del Quijote, de Borges.
La poesía no existe
Tiempo, sueños, lluvia, noche, cuerpo, ciudad, mirada, dolor, ojos, árboles, calles, luz, viento, patios, ríos, palabras, silencio, azul, sexo, adoquines, tierra, voz, muerte, charcos, sombras, recuerdo, rincón, cualquier cosa, ninguna, cielo. Las palabras no dicen nada por sí solas, son unos tristes objetos a la espera de un hablante, es decir, de un hablante vivo, qué exista realmente. Porque definitivamente nada nuevo tiene el lenguaje, son los mismos sonidos, las mismas palabras de siempre. Pero la experiencia de las palabras es la misma experiencia humana, ya que las palabras son inherentes a lo humano. Fuera de ello no son nada. Para que se carguen de vida, las palabras necesitan más que la imagen. Hay que vivir para hablar. En la vida no existe la poesía, sólo la percepción de lo bello. Pero, qué ironía, la vida no es lo bello, sino vivir. Podríamos pasarnos la vida coleccionando palabras, clasificándolas, archivándolas, encerrándolas en compartimentos seguros para conservar nuestra memoria, pero nuestra memoria no está en la imagen que encierra cada palabra, sino en la experiencia vivida. Para las palabras no hay tiempo, no hay luz, ni oscuridad, ni silencios, las palabras, como cualquier materia prima en las manos del hombre o de la mujer, adquieren su matiz en el contacto con la experiencia humana. De ahí que haya construcciones cuya intención sea persuadir, construir un espíritu colectivo, un discurso social, una hegemonía o expresión de clase (Barthes). Porque ni las palabras ni los discursos se construyen solos, los construye la vivencia humana, de ahí que no exista mayor arbitrariedad en la experiencia humana que una construcción poética fingida, es decir, sin el estallido propio de la palabra que grita su experiencia de existir.
En el poemario Ciudad inversa Karen Valladares nos invita a un recorrido por su experiencia en dos avenidas, la de su inmersión en el mundo de la palabra como experiencia no literaria, sino existencial; y la avenida de su propia existencia vital. Esta afirmación es importante porque no podemos acercarnos a Ciudad inversa con el prejuicio del oficio literario ya que esto provoca la disolución simultánea de sus dos corredores principales. La Logia de Los Poetas del Grado Cero recomienda antes de su discusión una lectura atenta para descubrir, en primer lugar, una sensación de inocencia en los escritos, como si se notara que no se trata de una escritora experta, de una poeta avezada en el hipócrita oficio de inventar dislates desconectados con la existencia. Si no me equivoco, la riqueza de Ciudad inversa radica en el carácter testimonial, en un acercamiento a la poesía sin la pretensión ni la petulancia del sabihondo poeta. Entiendo la inocencia poética como esa experiencia pura que se nos muestra parecida a la percepción de la infancia o la locura. A la visión irracional de nuestra vida que se nos abalanza al cambiar los códigos, al invertirlos sin pretensión literaria, sin la apestosa presencia de la poesía. Es la irrupción de la experiencia con su luz primera, el descubrimiento del mundo, lo que comúnmente conocemos como contemplación poética:
Sobra el tiempo,
las palabras palpitan en mi mano,
la luz,
una línea transparente que nos roza.
En el verso anterior podría decirse que se encuentra el fundamento de la propuesta poética de Ciudad inversa, esto es la experiencia con la palabra y la experiencia sensorial con el mundo que, finalmente, podría tratarse de una sola. Las construcciones de aparente sencillez que hacen recordar la oralidad común o un tipo de lenguaje sin literatura, es, en mi modesta apreciación, el mayor valor de la obra, es decir, el que reclama el sitio relevante que exige la necesidad de una expresión que se rebela y pretende desatarse, romper amarras para mostrarse tal cual, con vida propia, del mismo modo que palpita en la conversación, en el saludo, en el grito, en el insulto; es decir, en su estallido natural.
Karen Valladares nos revela en su experiencia que Es tan difícil ascender en la palabra, usarla como elevador y hacer que nos dé un nombre (La palabra, CI, pag. 8) . Fuera de la palabra el ser humano no tiene nada, y sin embargo, ni la palabra misma nos sirve para nombrar lo que no vemos, lo que no sabemos, el inmenso abismo que nos separa frente a la experiencia cotidiana. Por esta especie de ansiedad vital de nombrarlo todo, de cargarlo de contenido ante la horrible repetición de las cosas y de las palabras, la poeta se esfuerza por construir el mundo desde una percepción dolorosa, la que constituye el contacto irritado con la ciudad, una desazón no con la palabra, sino con el mundo, percibido como una coerción molesta:
Y un trazo de papel rayado por un niño es el cielo (Cielo, CI, pag. 11),
Esta ciudad, es como un mal verso
(Ciudad inversa, pag. 13).
Es la otra vertiente del libro:
Aquí, de este lado,
la ciudad avanza,
la vida y la muerte conducen de espaldas
el destino de todos.
Ciudad inversa es uno de esos primeros libros de los que nos podemos sentir orgullosos de haber escrito pasado un tiempo, porque no pretendían constituirse en una joya de escritorio, en una almohada o en un desodorante; sino en todo lo contrario, pero al revés, es decir, en un testimonio poético bello, pero a la inversa, como esta maldita ciudad en que vivimos.
La entrada a Ciudad inversa
Yo conocí ciudad inversa, un sitio construido por el ocio, sin oficios, sin obreros, carente de palabras a pesar de las palabras, de significados; en fin, un sitio dedicado al olvido. Desde el otro lado del muro pareciera que es un verso, una colección de poemas, un libro con título y solapa, pero nada tiene que ver con eso. Ciudad inversa es un testimonio, un parlamento que ha construido una mujer hondureña, capitalina para ser exactos. Una mujer que nos cuenta su primera percepción para entregarnos la belleza con la que comienza el siglo XXI, en este pequeño rincón del mundo. Pero aquí estamos en Ciudad inversa y las cosas no suceden igual ni de manera contraria. Aquí todo lo que hemos visto se modifica, no en su adverso, sino en otro, igual, pero distinto, en un relato tan individual que sorprende por la inocencia a la que se refiere Roland Barthes en El grado cero de la escritura. Todo lo que hemos sentido o visto perfectamente se encuentra aquí, en otra experiencia, y sin embargo nuestra. El hallazgo de este libro es la idea de que vivimos en esta ciudad al revés, la vida cotidiana, la lírica, el erotismo femenino desenfadado sin ramplonería, la reflexión común elevada al plano de las preocupaciones existenciales, sin pretensiones, quizás la pura reflexión. A esta ciudad se tiene que entrar sin el prejuicio que provoca la literatura, como quizás sea la idea central de Pierre Menard, autor del Quijote, de Borges.
La poesía no existe
Tiempo, sueños, lluvia, noche, cuerpo, ciudad, mirada, dolor, ojos, árboles, calles, luz, viento, patios, ríos, palabras, silencio, azul, sexo, adoquines, tierra, voz, muerte, charcos, sombras, recuerdo, rincón, cualquier cosa, ninguna, cielo. Las palabras no dicen nada por sí solas, son unos tristes objetos a la espera de un hablante, es decir, de un hablante vivo, qué exista realmente. Porque definitivamente nada nuevo tiene el lenguaje, son los mismos sonidos, las mismas palabras de siempre. Pero la experiencia de las palabras es la misma experiencia humana, ya que las palabras son inherentes a lo humano. Fuera de ello no son nada. Para que se carguen de vida, las palabras necesitan más que la imagen. Hay que vivir para hablar. En la vida no existe la poesía, sólo la percepción de lo bello. Pero, qué ironía, la vida no es lo bello, sino vivir. Podríamos pasarnos la vida coleccionando palabras, clasificándolas, archivándolas, encerrándolas en compartimentos seguros para conservar nuestra memoria, pero nuestra memoria no está en la imagen que encierra cada palabra, sino en la experiencia vivida. Para las palabras no hay tiempo, no hay luz, ni oscuridad, ni silencios, las palabras, como cualquier materia prima en las manos del hombre o de la mujer, adquieren su matiz en el contacto con la experiencia humana. De ahí que haya construcciones cuya intención sea persuadir, construir un espíritu colectivo, un discurso social, una hegemonía o expresión de clase (Barthes). Porque ni las palabras ni los discursos se construyen solos, los construye la vivencia humana, de ahí que no exista mayor arbitrariedad en la experiencia humana que una construcción poética fingida, es decir, sin el estallido propio de la palabra que grita su experiencia de existir.
En el poemario Ciudad inversa Karen Valladares nos invita a un recorrido por su experiencia en dos avenidas, la de su inmersión en el mundo de la palabra como experiencia no literaria, sino existencial; y la avenida de su propia existencia vital. Esta afirmación es importante porque no podemos acercarnos a Ciudad inversa con el prejuicio del oficio literario ya que esto provoca la disolución simultánea de sus dos corredores principales. La Logia de Los Poetas del Grado Cero recomienda antes de su discusión una lectura atenta para descubrir, en primer lugar, una sensación de inocencia en los escritos, como si se notara que no se trata de una escritora experta, de una poeta avezada en el hipócrita oficio de inventar dislates desconectados con la existencia. Si no me equivoco, la riqueza de Ciudad inversa radica en el carácter testimonial, en un acercamiento a la poesía sin la pretensión ni la petulancia del sabihondo poeta. Entiendo la inocencia poética como esa experiencia pura que se nos muestra parecida a la percepción de la infancia o la locura. A la visión irracional de nuestra vida que se nos abalanza al cambiar los códigos, al invertirlos sin pretensión literaria, sin la apestosa presencia de la poesía. Es la irrupción de la experiencia con su luz primera, el descubrimiento del mundo, lo que comúnmente conocemos como contemplación poética:
Sobra el tiempo,
las palabras palpitan en mi mano,
la luz,
una línea transparente que nos roza.
En el verso anterior podría decirse que se encuentra el fundamento de la propuesta poética de Ciudad inversa, esto es la experiencia con la palabra y la experiencia sensorial con el mundo que, finalmente, podría tratarse de una sola. Las construcciones de aparente sencillez que hacen recordar la oralidad común o un tipo de lenguaje sin literatura, es, en mi modesta apreciación, el mayor valor de la obra, es decir, el que reclama el sitio relevante que exige la necesidad de una expresión que se rebela y pretende desatarse, romper amarras para mostrarse tal cual, con vida propia, del mismo modo que palpita en la conversación, en el saludo, en el grito, en el insulto; es decir, en su estallido natural.
Karen Valladares nos revela en su experiencia que Es tan difícil ascender en la palabra, usarla como elevador y hacer que nos dé un nombre (La palabra, CI, pag. 8) . Fuera de la palabra el ser humano no tiene nada, y sin embargo, ni la palabra misma nos sirve para nombrar lo que no vemos, lo que no sabemos, el inmenso abismo que nos separa frente a la experiencia cotidiana. Por esta especie de ansiedad vital de nombrarlo todo, de cargarlo de contenido ante la horrible repetición de las cosas y de las palabras, la poeta se esfuerza por construir el mundo desde una percepción dolorosa, la que constituye el contacto irritado con la ciudad, una desazón no con la palabra, sino con el mundo, percibido como una coerción molesta:
Y un trazo de papel rayado por un niño es el cielo (Cielo, CI, pag. 11),
Esta ciudad, es como un mal verso
(Ciudad inversa, pag. 13).
Es la otra vertiente del libro:
Aquí, de este lado,
la ciudad avanza,
la vida y la muerte conducen de espaldas
el destino de todos.
Ciudad inversa es uno de esos primeros libros de los que nos podemos sentir orgullosos de haber escrito pasado un tiempo, porque no pretendían constituirse en una joya de escritorio, en una almohada o en un desodorante; sino en todo lo contrario, pero al revés, es decir, en un testimonio poético bello, pero a la inversa, como esta maldita ciudad en que vivimos.