martes, 17 de agosto de 2010

Ciudadano de Palundra



POR JORGE MARTÍNEZ MEJÍA

Ciudadano de Palundra


I


Palundra nació aquí, en este desfiladero. Ninguno de nosotros, islas absurdas, conoce al otro. Nadie sabe de dónde venimos, dónde comenzó esta manera de reproducirnos sin genio, en medio de este insano griterío. No gozaremos nunca, jamás encontraremos ese lugar que alguna vez nos prometieron. Nuestra propia madre nos golpeó en la boca al nacer. Jamás supimos hacia dónde lleva esta pesadez grosera de vivir. Todo se degenera y muere tan velozmente delante de nuestros ojos que nadie tiene oportunidad de repensar las cosas. No hay oportunidad para la filosofía. No hay lugar para los presos, para los locos, para los desahuciados de los hospitales. No hay uno sólo aquí que pueda hablar por nadie, que pueda ser escuchado, llevar la voz que comunique las azoteas; un moralista, un filósofo. Viendo una piedra o una hoja muerta, o la labor de un poeta, se materializa Palundra. Estamos absolutamente separados, como si no existiéramos. Pero vivimos, estamos aquí, en el desierto, sobre la cima de un mito del que forman parte la muerte con su adorada metáfora del origen, y la vida, con su novedad truncada del futuro.
Y no obstante pensamos, tenemos ideas, imágenes que asoman sus ojos al abismo y se reconcentran en el sentido de la muerte. Tenemos miedo de morir, tenemos la imagen de caer y nos aferramos al aire, a la imagen de nosotros mismos, seres humanos, individuos con ego, plantados como un tronco a la orilla. Nos aferramos al deseo de vivir materializados en la imagen de un árbol. Somos un árbol con raíces de precipicio.

Pero también hemos perdido el miedo de morir y a veces pensamos que no tenemos miedo de morir a secas, sino miedo de matarnos, de asesinarnos, de encontrarnos un día ante nosotros mismos y hundirnos la estocada.

Temor de estar solos porque afuera, lejos de Palundra, no hay nada, sólo el desierto baldío, las montañas arrasadas y el viento.

¿Cómo iba a creer en mi deseo, en mi razón, en mi hambre? Sólo Edilberto Cardona Búlnes yuxtapuesto horizontalmente, atento a su silencio, como un Edipo muerto, intentaría embuste semejante.

Palundra jamás fue visitada, nació sola, nadie sabe de dónde, ni por qué de esa manera, en el desfiladero. Quizás no he muerto porque nadie vino.

Vi una vez a un campesino cavando un pequeño foso, lanzando a cada pala hacia atrás, sin ver, piedras y raíces. Le vi alzar el hueso del viejo Neanderthal, perplejo, ignorante, y lanzarlo al desfiladero, para seguir cavando[1].

Nada crece en la tierra baldía. Yo mismo, ya viejo, cavo el foso para enterrar mis dientes caídos al unísono, los pongo en un tarro de bronce para escuchar lo que cuentan en la lejanísima casa o para multiplicar los destellos del sol en la arena.

Después de todo, como el viejo Pound, he salido a cazar gorjeos e hilos legendarios al atardecer. No soy el centro de atención. En el foso, tratando de ver mi rostro como Heráclito, no hago más que replicar la estúpida visión.

¿Por qué no crece nada en la tierra baldía?


II

Todo termina siendo militante


No de lo negativo, no de la castración, no del límite, no de la ley, no del espacio triste del pensamiento; todo termina siendo militante de la risa, de la burla del tiempo. Recuerdo haber visto a Yuliana Mostega bajo la lluvia una tarde tormentosa. Titubeaba antes de caer a la laguna. Ella me sostuvo el brazo antes de bajar, era sagrada y durante largo tiempo la vi elevar los ojos sin miedo. ¿Cuánto tiempo estuve callado mientras ella reclinaba la cabeza para mirar la lluvia? La noche inundada no detenía sus pasos, ni su risa hecha música. Yuliana Mostega nacía de la brisa como un ángel. Yo construí una casa debajo del agua y ella hacía trizas el viento. Yo hice una caricia que flotaba en los charcos; ella aprendió a vivir por más tiempo en mis ojos. ¿Cuánto tiempo pasé viendo mariposas y llovizna?

Todo termina siendo militante del recuerdo, de la diferencia, de la caminata, de la canción sorda del agua.

Debí seguir caminando más tiempo sin saberlo, era nómada, anduve ciego, abominable. Derroché días y noches bajo el peso de la lluvia.
Yo también soy un militante de esta canción perdida, de esta brumosa representación de la vida.

Yo también soy un asesino de la forma, un nómada de la construcción. Aquí empiezo algo que no terminará nunca. Nada podré restablecer, nada tendrá otra vez la forma del horizonte.

Muchas veces salí al encuentro de la mañana, al encuentro del sol[2] que realmente brilla, arde, y nos tuesta, pero por la noche siempre llego, indefectiblemente, a ver desde el terrible balcón de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra o no haber contado nada. Pero mi vida no es especulación, yo también he vivido, he intensificado toda forma de destrucción, y de alguna manera he sido fascista, violenta pudrición, individuo.

No reconozco más trampa que el lenguaje, he sido militante de la palabra, manipulador del verso, falsificador de documentos públicos, criminal de la risa, torturador de los escuadrones literarios, detective salvaje, amargo tirano que escarba en la mierda, aplastada cucaracha de lo cotidiano.

Ciudadano de Palundra.


[1] Nelson Merren, Hallazgos
[2] Samuel Becket: El Expulsado