domingo, 20 de junio de 2010

SARA ROLLA: TRAYECTORIA DE LA LÍRICA SOSIANA

Roberto Sosa, foto de Gerardo Torres


Reciéntemente, Sara Rolla nos ha entregado la segunda edición de su libro Itinerario Poético de Roberto Sosa en el que incorpora dos nuevos trabajos y una cuidadosa antología del autor.

En Honduras, Sara Rolla (de nacionalidad argentina) ha cultivado no sólo un prestigio intelectual ganado a pulso, sino nuestro más profundo afecto y admiración, por lo que la sentimos tan nuestra e hilvanada a las más sensibles fibras de nuestra vida.

TRAYECTORIA DE LA LÍRICA SOSIANA
Por Sara Rolla


Breve marco referencial

En la década de 1950 a 1960, época de gestación del mo­vimiento posvanguardista en Latinoamérica, comienza a pu­blicar su producción un grupo de autores hondureños que han sido frecuentemente asociados por lazos generacionales. Entre ellos, cabe destacar a Óscar Acosta, Pompeyo del Valle, Nel­son Merren, Antonio José Rivas, David Moya Posas y el poeta que nos ocupa.

Sosa, cuya obra, según Hernán Antonio Bermúdez, “cons­tituye dentro de la poesía hondureña de hoy el conjunto de ma­yor aliento, lucidez y rigor”1, nació en 1930 en la ciudad de Yoro. Ha publicado hasta el momento ocho poemarios, a los que haremos luego referencia. A esta producción lírica debe agregarse su labor como ensayista (Prosa Armada, 1981) y pe­riodista: dirigió por varias décadas la revista Presente, dedica­da a difundir las letras y artes de Centroamérica, y coordinó la sección cultural “El Ciempiés Cojo”, del periódico hondureño “Tiempo”.

Su formación como escritor estuvo signada, en sus comien­zos, por un autodidactismo muy coherente con su entorno. Pese al tiempo transcurrido, se reiteran en su caso las condiciones ambientales que hicieran confesar a otro gran poeta hondureño, el modernista Juan Ramón Molina: “He abrevado mis ansias de sapiencia / en toda fuente venenosa o pura….”

Las primeras lecturas de Sosa fueron, en efecto, accidenta­les y dispersas. Se nutrió de la poética modernista en las obras de Juan Ramón Molina, Rubén Darío y Amado Nervo. En su ávida exploración de librerías y bibliotecas -tan escasas aún hoy en Honduras- descubrió, según ha comentado en charlas y entrevistas, un libro que marcó rumbos en sus preferencias inte­lectuales: Hombre acabado, de Giovanni Papini. Leyó también con interés a Schopenhauer. Más adelante, se apasionó por la narrativa de Kafka y la poesía de Neruda, Vallejo, Miguel Her­nández, Antonio Machado, Brecht y Eluard.

La importancia de estas lecturas no debe desestimarse. No obstante, es necesario recalcar que, más allá del peso inevita­ble de esas fuentes, la esencia de la poesía sosiana deriva del contacto del poeta con la vida, a la que considera su “maestra mayor”2. En este sentido, Sosa ha sido permanentemente fiel a sus orígenes, y ha testimoniado en su obra el destino de aquéllos con quienes José Martí quería también echar su suer­te: “los pobres de la tierra”, es decir, el elemento mayoritario en su castigada patria, Honduras.


Itinerario poético

El primer libro de Sosa, Caligramas, publicado en 1959, es hoy en día una joya bibliográfica que muy pocos poseen. Sin embargo, uno de sus poemas, “Tegucigalpa”, ampliamente difundido en antologías, basta para juzgar la calidad de la obra. Esta composición contiene ya el decir breve, rítmico y alusivo que ha de caracterizar el estilo del autor y anuncia uno de sus temas favoritos, de larga tradición en la lírica universal: la vida desolada e inhumana de las ciudades. A continuación, transcri­bimos un fragmento:

Vivo en un paisaje
donde el tiempo no existe

y el oro es manso.
Aquí siempre se es triste sin saberlo.

Nadie conoce el mar
ni la amistad del ángel.


Sí, yo vivo aquí, o más bien muero.

Aquí donde la sombra purísima del niño
cae en el polvo de la angosta calle.
El vuelo detenido y arriba un cielo que huye.

Tegucigalpa,
Tegucigalpa,
duro nombre que fluye
dulce sólo en los labios.

Muros, de 1966, despliega tres grandes temas. El primero es la muerte, concebida no como experiencia límite, sino como una situación ante la cual el dolor personal por la pérdida de seres queridos se torna paradójicamente fecundo, ya que acerca al poeta al destino de humillación de su pueblo:

Me mareo de angustia
y te hablo de aquéllos
que no tienen ni una piedra
en qué tender los huesos,
porque, oh muerte,
¿qué inválido ignora los días de lluvia
cuando tú multiplicas
tus sillas de ruedas?
¿Qué anciano abandonado
desconoce tus hierros?
¿Qué animal perseguido
no sabe de tu trato?

(“Fábula de la muerte”, fragmento).

El segundo gran tema de Muros es la patria. Honduras es presentada como un territorio condenado a la desdicha en ese prodigio de síntesis titulado “Imágenes”, que termina con un par de versos ya proverbiales en la lírica hondureña:

Catedral del confín,
lago
y cabaña.

Fusil de miedo
y fábula
del ciervo.

Honduras,
o peñasco sin posible salida.

La patria aparece, también, como un ser despreciado por todos, inmensamente triste y eternamente engañado, apaleado y escarnecido, en los versos alegóricos de “Cruz del alba”. Sin embargo, por debajo de la angustia late la esperanza, como su­cede siempre que la realidad es enfocada con una perspectiva dialéctica. Así, si en un momento dado el peñasco pareció in­franqueable, luego se vislumbra una salida hacia la luz: “Que la Historia lo grabe y lo publique / cuando se vuelva hacia la cruz del alba”.

El héroe máximo de Centroamérica es asumido en “Mo­razán vivo”, no como el prócer del clásico panteón consagrado oficialmente, sino como una presencia viva que debe encar­narse en la juventud (“Que lo aprendan los jóvenes / y resurja el milagro / del pan y de los peces”) y que alumbra el camino de la dignificación de la patria (“Estás entre nosotros / bajo la misma noche / repartiendo la luz todos los días”).

El tercer gran tema que reconocemos en el libro es el amor. Este es impregnado por una vivencia muy intensa -casi panteís­ta- de lo natural. Se destacan, en su tratamiento, las imágenes provenientes del mundo marino:

El centro de los mares adelgazó tu forma.

Los ocasos suicidas
astillaron tus remos contra el tiempo
y su línea de reflejos atroces… Y hubo soles vencidos
para tu cabellera.


Eres la que me llama.


¿Qué tienes que me atrae
como el agua desnuda?

(“Belleza perfecta”, fragmento)

En Muros podemos detectar claras resonancias nerudianas y, esporádicamente, posibles reminiscencias de la poesía espa­ñola de la generación del 27; pero en conjunto, ya se advierte en el poemario la consolidación de un estilo propio, caracte­rizado, entre otros rasgos, por una gran concisión expresiva y por el uso frecuente de imágenes herméticas de raigambre su­rrealista.

Merecen destacarse, en este libro, dos sonetos neobarro­cos de exquisita factura: “Las voces que tú no oyes” y “Muerte de la rosa”. Este último constituye una reelaboración del mo­tivo tradicional de la rosa como símbolo de la fugacidad de la vida.

En Mar interior, de 1967, aflora una nueva vertiente te­mática: el amor paterno. Este sentimiento consigue inundar de felicidad al poeta, abriendo un paréntesis en su existencia agó­nica y solitaria, como lo testimonian estos versos: “…y cuando me iluminas / el dolor / ya no existe en mi poesía…” (“Palabras para una niña que se quedó dormida”).

Hasta las composiciones de línea más intimista permiten, en forma sutil y natural, la inclusión del plano temático que vertebra la lírica de Sosa: la preocupación social. “Juego de niños” termina así: “Y despierta / allí donde juegan iguales los niños”.

Reaparece en este poemario un motivo que, insinuado ya en “Tegucigalpa”, se tornará recurrente en la producción posterior: la oposición ámbito marino – ambiente urbano. Las imágenes marinas connotan la idea de pureza, frente a la in­humanidad y corrupción que caracterizan a la ciudad. El mar representa en general, en la poesía sosiana, el símbolo de todo lo noble y puro -así como del ideal de belleza- que anida en el alma no contaminada del poeta. “Los retornos” condensa con nitidez el contraste:

I

Fuera de mí se alza esta ciudad
de seres veloces como sierpes.

Su ojo todo lo ve
y en las noches
se cuelga su máscara confusa.

II

Mar interior, mar mío,
a partir de mi pecho
se levantan tus arcos
que siempre me conducen
a un dominio más puro
y a tu calma se entregan
mi tiempo y mis deseos.

III

Pero enfrente se yergue
la ciudad y su sombra
inolvidable como un delito,
y es menester que vuelva a su amenaza.

También la belleza de la mujer amada es un motivo impor­tante en este libro. Sus notas características son dadas, como en Muros, por asociaciones con elementos del mundo natural, en particular del ámbito que encierra, para el poeta, las resonan­cias simbólicas a que nos referimos anteriormente:

Tu escultura de ola
con los pechos abiertos sobre las dunas,
el mar desea
y a ti, dulce, se humilla.

Tu escritura de garza
el agua lee,
cuidan los arrecifes.

(“Niña de Niebla”, fragmento)

Los breves instantes de goce que proporcionan al poeta la vida amorosa y la condición paterna no logran eliminar su so­ledad esencial, otro motivo relevante en Mar interior. La dicha personal es concebida como un estado transitorio y fugitivo, en un mundo que no admite la felicidad de todos: “Estoy solo. / Estoy solo / y siento miedo / a las deshabitadas soledades.” (“Niña de niebla”); “Mas la dicha ha tenido/ su forma siempre en fuga” (“Palabras para una niña que se quedó dormida”).

Los pobres, de 1968 (Premio “Adonais” de España) reco­ge e intensifica las cualidades expresivas que el poeta ha ido conquistando y afirmando en los libros anteriores. Esta obra significa el primer acercamiento orgánico y eminentemente es­tético de un poeta hondureño al drama de la postergación y el atraso en que se halla sumido su pueblo.

El primer poema -uno de los más famosos de Sosa- lleva el título del libro y es como un manifiesto: define implícitamente la temática e ilustra la técnica que se ha de implementar en la obra. Temática esencialmente social; técnica basada, según Guillermo Díaz-Plaja, en la siguiente fórmula estilística:

“… simplicidad y profundidad. Tensión hacia lo impreciso y juego metafórico. Ninguna propensión a la retórica: estrofis­mo irregular; rima pobre.”3

Después de ese primer poema que nos acerca a los prota­gonistas y a su drama cotidiano, el poeta, con criterio deducti­vo, pasa a enfocarlos en sus destinos particulares, agrupándo­los en las diferentes categorías del amplio espectro en que se manifiestan: niños, ancianos, enfermos, mendigos, indios; en fin, las diversas clases de víctimas de una opresión secular.

El testimonio se extiende también a las principales esferas de acción del poder instituido: la educación (a cuya orientación enajenante y represiva se alude en “Los claustros”); la salud (que es sinónimo de muerte en “los hospitales / asignados a las pobres gentes” descriptos en el poema “Transparencia”); y el ámbito de la Ley (ente irreal totalmente inaccesible para los desvalidos, como lo sugiere “La casa de la justicia”).

Predomina en el libro el tono impersonal y, a veces, co­lectivo, propio de la poesía social. Sin embargo, hay también algunas piezas de tono íntimo. Y, por cierto, vale la pena que las haya: el poema más subjetivo es, sin duda, el más logrado. Se trata de “Mi padre”, elegía que el autor incluyera ya, en su forma primigenia, en Muros.

En la figura paterna encarna Sosa a todos los pobres, a to­dos los desheredados de su tierra y del mundo. El poema es de un lirismo patético y estremecedor, como se observa en estos versos:

Quien creó la existencia
calculó la medida del sepulcro.

Quien hizo la fortuna hizo la ruina.

Quien anudó los lazos del amor
dispuso las espinas.

La ternura filial brota incontenible, moviendo al poeta a esta reflexión conmovedora:

¿qué hubiera sido de mí, niño como era,
de no haber recibido
la rosa diaria
que él tejía con su hilo más tierno?

Un mundo para todos dividido, de 1971, obtuvo el Premio “Casa de las Américas”. A la calidad estilística y la hondura temática de las composiciones, se suma en esta obra una virtud nada común: la lúcida construcción del poemario, concebido como un todo cuyas partes guardan entre sí una admirable co­herencia externa e interna 4.

El libro se divide en tres partes. Se advierte en esta divi­sión una voluntaria graduación de los contenidos y del punto de vista lírico. La primera parte, centrada en el uso de la prime­ra persona gramatical, tiene un tono cercano a lo confesional. Revela el sufrimiento del poeta, sus aspiraciones, su vocación inclaudicable. Esta sección contiene dos poemas programáti­cos que condensan los principios fundamentales de la poética sosiana: “Esta luz que suscribo” y “Dibujo a pulso”. En el pri­mero declara:

…Desde la circunstancia
de mi gran compromiso, vive como es posible
esta luz que suscribo.

En el segundo especifica aún más la función de su arte:



Por eso
he decidido -dulcemente-
-mortalmente-
construir
con todas mis canciones
un puente interminable hacia la dignidad,
para que pasen,
uno por uno,
los hombres humillados de la Tierra.



En la segunda parte del libro, el “yo” se transforma en “nosotros”. Desde esta nueva perspectiva, el poeta abarca un mundo de opresión y violencia, de soledad compartida (en “El aire que nos queda” dice: “Sobre la tierra de nadie de la Histo­ria estamos solos / sin mundo…”). Ya no habla de aspiraciones individuales; éstas se funden en una voz colectiva que procla­ma su afán reivindicador:



No nos bañaremos jamás en las aguas de la injusticia,
ni cambiaremos la libertad
por los disfraces luminosos y la superficie sin fin
/de la calma
que el oro promete.
Seremos impenetrablemente claros como los
/ ídolos de la venganza.



(“El vértice más alto”, fragmento)



En la tercera parte de la obra, el punto de vista lírico se despersonaliza más aún, lo cual permite al poeta ubicarse en una óptica totalizadora. Si bien aparece la primera persona (en “Los días difíciles”), ésta no representa ya al poeta; por el con­trario, parece encarnar todo lo opuesto a sus ideales.
El libro concluye con dos poemas de corte apocalíptico: “Un anormal volumen de lluvia” y “Descripción de una ciudad en peligro”. En ellos el poeta, reasumiendo su condición ances­tral de vate, profetiza el fin de una sociedad que ha llegado a extremos increíbles de degradación.
El primero describe un diluvio universal que derrumba las estructuras sociales para sumir el mundo en la inmovilidad y el silencio. El segundo expresa la podredumbre de esas estructu­ras en el momento previo a su destrucción. El autor apela a un expediente simbólico de gran efecto: la ciudad se llena de sil­bidos ensordecedores. Logra, de este modo, producir la impre­sión de una insistente alarma que anuncia el fin de ese “mundo para todos dividido” que ha sido desnudado a través del libro:



Las cobras
han extraviado los únicos silbidos que poseían.
Las sirenas
silban
el nuevo día. Con fines inexplicables
los automóviles
trasladan
a puntos clave
inmensos sacos hinchados de silbidos.
La Prensa,
La Radio,
La T.V. y los Altos Círculos de la Nación
silban singularmente en circuito cerrado.
Los artistas, víctimas del lujo, a solas silban la poesía.
………………………………………………………………

Con acento extranjero, tras gruesos lentes ahumados,
la policía
saca sombras chinas y desafinados silbidos de los huesos
de las víctimas elegidas. Las sábanas silban
/en los alambres
y la libertad silba en las ametralladoras, mientras,
reclinada en su lecho de rosas, la sífilis, con aire digno,
silba su monótona y dulzona y antigua canción.


(“Descripción de una ciudad en peligro”, fragmento)

Secreto Militar, de 1985, continúa la línea testimonial y crítica de los dos libros anteriores y, en cierto modo, la inten­sifica, al particularizar la denuncia. Urgido por la indignación, el poeta afina su puntería y señala directamente, “con índice de oprobio”, a los responsables de la injusticia. Estos no son ya abstracciones o figuraciones simbólicas, sino seres de carne y hueso -cuando no de ceniza- retratados con pelos y señales, que conforman una especie de galería del crimen cuya víctima es una sola: Latinoamérica.
En la primera parte del libro, titulada “El alimañero”, des­filan las siniestras figuras de Somoza, Pinochet, Duvalier, Tru­jillo, Stroessner y otros dictadores latinoamericanos. Metáforas inspiradas en el reino animal presiden con frecuencia los retra­tos de esta serie sombría:


El vello le ascendía en calma de los pies
a la cabeza inundándole
las uñas de las extremidades y los ojillos,
impidiendo
a quienes le rodeaban y le observaban con dulzura,
descubrir que el humanoide
enfundado dentro de una velluda suavidad cerrada
era el mismo
a quien el mar estrellado de los atardeceres
/de Quisqueya
y el peso de los vinos de Francia
inflamaban
su orgullo de mono inefable.


(“Monsieur Duvalier”, fragmento)


Despierta.
Entreabre
los vidriosos
ojos
triangulares. Giran, sensuales y sin agilidad,
/sus numerosos ejes;
y apoyada
sobre su anillo predilecto suelta de golpe su
/poderío bíblico
y tritura y se traga
la eterna primavera.
Es Efraín Ríos Montt, el General, esa Boa Anaconda,
que envuelve y comprime, con pegajosa intimidad,
a Guatemala.


(“Guatemala, el país de la eterna primavera”)


La segunda parte del poemario, titulada “Campo oscuro”, toca las raíces del mal latinoamericano, presentando a sus agen­tes más conspicuos. Reagan es caracterizado como discípulo de Hitler y Margaret Thatcher aparece -como en un paralelo con Lady Macbeth- acosada por pesadillas en las que transitan “las voces y los pasos incontables de los muertos incontables” de la guerra de Las Malvinas
La tercera parte, “La casa de las piedras puntiagudas”, se centra en Honduras. El drama de esta nación se condensa en el poema más breve del libro, “Secreto militar”. Reelaboran­do una expresión de otro escritor hondureño, Rafael Heliodoro Valle (“La Historia de Honduras se puede escribir en una lágri­ma”), Sosa manifiesta todo el dolor que le ocasiona el destino de muerte que le ha cabido a su pobre patria:



La Historia de Honduras se puede escribir en un fusil,
sobre un balazo, o mejor, dentro de una gota de sangre.



En 1990 se publica la Obra Completa de Roberto Sosa, y en este volumen aparecen dos poemarios nuevos, que se edita­rán después en forma independiente: Máscara suelta, en 1994, y El llanto de las cosas, en 1995.
El Sosa íntimo, que nunca desapareció en los libros más testimoniales (Los pobres, Un mundo para todos dividido y Secreto Militar), sino que se replegó sutilmente a un segundo plano, emerge nuevamente con fuerza en los dos últimos poe­marios, dando curso a su mejor vena lírica.
En Máscara suelta resurge la temática amorosa, que abor­dara el autor en sus primeros libros. Como en Muros y Mar interior, la relación con la mujer amada constituye un nexo afirmativo del poeta con el mundo. Una vez más, los versos se inundan de imágenes marinas. Pero lo que antes se percibía como una identidad basada en vínculos primordialmente na­turales, adquiere ahora una proyección diferente, más rica en matices humanos. La amada es concebida como un ser fraterno que provee al poeta de energías para su lucha diaria, fundada en un empeño común:



Digo mar y te identifico y me pregunto
qué principio desborda el vaso que te vuelve fraterna
y de dónde procede el flujo y reflujo del agua lejanísima
que hace a tus senos subir y bajar su hermosura.
Desde mi cama puedo tocar las ramas y piedras
que labra la paciencia marina y de este modo enciendo
un rayo de sol del mundo comprendido
que ha de sobrevivirnos.


(“La fuente iluminada”, fragmento)


Ella, confieso a medio arrullo,
está hecha de fuentes luminosas y su inteligencia es dulce
como el agua primera que dio origen al mundo.
Por ella, aquí, es menos doloroso el oficio de poeta.


(“Sobre el agua”, fragmento)


El llanto de las cosas es, según Jo Anne Engelbert, un poemario “hijo de la madurez personal y literaria del poeta” y “constituye una suma de lo más esencial de su arte poético.”5
Libro esencialmente evocativo, muy autobiográfico, con­tiene una especie de balance espiritual en el que afloran los principales estímulos y afectos que han ido apuntalando la existencia del poeta. Lugar central ocupa un retrato de su ma­dre, síntesis de firmeza y dulzura, como sus propios versos:


ella,
la heredera del viento, a una vela. La que adivinaba
el pensamiento, presentía la frialdad
de las culebras
y hablaba con las rosas, ella, delicado equilibrio
entre la humana dureza y el llanto de las cosas.


(“El llanto de las cosas”, fragmento)


Sosa logra expresar el dolor sin estrépito, con sobriedad y contención. A veces, neutraliza el desborde emocional con una dosis certera de humor, a la manera de los conceptistas. Por ejemplo, cuando justifica así el cariño inveterado a su tierra, pese a todo:



…porque es un país niño,
tanto que todavía el pobre ni siquiera ha aprendido
/a llover.


(“Siempre Honduras siempre”, fragmento)


Conclusión

El recorrido que he hecho por la producción lírica de Ro­berto Sosa no agota, indudablemente, sus ricas esencias. Sólo constituye una aproximación global, a modo de reseña, que hace hincapié en las cualidades temáticas de dicha obra. Falta todavía un trabajo que apunte a desentrañar sus constantes es­tilísticas y deslindar posibles etapas.
Los estudiosos de la literatura hondureña deben asumir, con urgencia, esa labor, como parte del necesario proceso de rescate, sistematización, crítica y difusión de las letras nacio­nales. Creemos que tal empeño representa una de las diversas maneras de acercarse a esa “cruz del alba” soñada por nuestro poeta.


...................................................................................................................................

Sara Rolla, de nacionalidad argentina, es profesora en Letras. Ha sido docente en la Universidad Nacional de La Plata y en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Autora del libro “Itinerario poético de Roberto Sosa” (Tegucigalpa, 2002 y 2010) y de numerosos ensayos dispersos en periódicos y revistas. Junto con Manuel de Jesús Pineda, compiló los cuentos de la antología “País de luceros” (cuentos hondureños para niñas y niños), Tegucigalpa, 2007.

Notas


1. Bermúdez, Hernán Antonio. Retahila, Tegucigalpa. Edit. UNAH, 1980, p. 17.
2. Cfr: entrevista con Roberto Sosa. Revista “Alcaraván”, No. 8. Teguci­galpa, julio de 1981, p. 31.
3. Díaz – Plaja, Guillermo- “Los Pobres de Roberto Sosa”, en: R, Sosa, Los pobres. Tegucigalpa, Edit. Guaymuras, 1983, p. 82.
4. Cfr.: Castejón, Lesly. La metáfora en “Un mundo para todos dividido”, de Roberto Sosa. Tegucigalpa, Edit. UNAH, 1992. Cfr., sobre el mismo tema: Umaña, Helen. “Un puente hacia la dignidad desde Un mundo para todos dividido”. En: Literatura hondureña contemporánea (ensa­yos). Tegucigalpa, Edit. Guaymuras, 1986.
5. Engelbert, J. Anne. “El llanto de las cosas”. En. R. Sosa, El llanto de las cosas. Tegucigalpa, Edit. Guaymuras, 1995, p.9.


..........................................................................................