domingo, 19 de octubre de 2008

Un Menard descarriado






Duchamp: Élevage de poussière



Por Jorger Martínez Mejía


Hace quizás unos veinticinco años leí a Claude Levi-Strauss, La Antropología estructural. Sin conocer toda su obra supe que sería uno de mis maestros, de mis filósofos. Quizás sin comprender su importancia en mi formación académica, más bien por curiosidad, compré su libro en la librería Ghandi, en la ciudad de México. La contrapolación del sentido total de la historia me produjo un desconcierto brutal. Recordaba los referentes de Engels sobre los estudios de Morgan respecto de las culturas precolombinas. Había una fascinación en mí, pero también algo se rompía respecto de que cada cultura es una estructura, una historia independiente. No sé, pero es trascendente el momento en que el todo se fragmenta y empieza la enorme duda tocante a lo que somos como estructuras independientes. Así entendí el estructuralismo. Una profundización del conocimiento occidental, un aporte de la antropología estructural. De alguna manera lo percibí como una celda hexagonal similar a las de las abejas. Después recordé que la imagen de las celdas de las abejas la obtuve en una revista de literatura mexicana en la que se ilustraba el estructuralismo con esta imagen. La idea de la similitud y la diferencia plantean enormes retos. Por ejemplo ¿en qué se diferencia lo semejante o qué semejanzas hay en las diferencias? No tengo idea de las ocasiones en que divagué acerca de este asunto, pero se trataba de una pugna casi inconsciente. Creo haber leído por ese entonces a Oscar Lewis y a Desmond Morris. Ensayos modestos pero que cargaron de imágenes mi trastornada imaginería de entonces: Las Mujeres corazón de Hombre, El Mono desnudo. Las huellas de estos libros se cifraron particularmente en la relación hombre-hembra. Una huella especial es el hecho de que entre más nos estudiamos más desconocemos la esencia de lo que somos, o más nos distanciamos de la idea original que teníamos de nosotros mismos. La interpretación global que teníamos se va resquebrajando e indefectiblemente afectará nuestra percepción del mundo. La ciencia la perturba, la religión, la poesía. Otro enorme dilema lo constituía la vigencia del pensamiento marxista. ¿Qué del marxismo es vigente? ¿La conciencia interventora que afecta la historia? ¿La conciencia histórica? ¿La dialéctica? Leí por ese tiempo “El hombre unidimensional” de Herbert Marcuse, algo extraño sonaba en el fondo. Lo memorable era que el clásico papel del proletariado como vanguardia política quedaba a un lado, e insinuaba que la energía erótica natural se habría paso para construir una sociedad de paz, en plena armonía y cooperación natural. Marcuse era muy difuso, esencialmente sus planteamientos partían de cierto análisis semiótico de la memoria de occidente. Planteaba por ejemplo que cambiando el sentido de la memoria (de las imágenes) que guardamos en nuestro subconsciente, podríamos transformar la sociedad. De modo que para poder liberarnos de la sociedad industrial, teníamos que liberarnos de nosotros mismos, de nuestras imágenes. No se trataba de un desastre de teoría, pero sí de una desorientación a todas luces. Esto es lo que me sonaba extraño. El análisis de la sociedad industrial con sus mecanismos de dominación ideológica en contraposición del individuo que lucha solo frente a ella, de manera espontánea, anárquica. Fue Jorge Sagastume quien compró el libro Marcuse frente a sus críticos, antes yo había comprado Eros y Civilización y a pesar de que nos gustaron los argumentos en contra de las tesis de Marcuse, no creo que hayamos discutido muy a fondo el asunto, excepto por el desplazamiento del proletariado del eje de conducción política de la revolución. Luego los comentarios con mis amigos patafísicos de aquel entonces. Un tema relevante de mis lecturas superficiales era ese concepto de los “revisionistas”. ¿Quiénes eran los revisionistas? ¿Quiénes eran los ortodoxos del Marxismo? Quizás no tuve los libros que en aquel momento hubiera querido y tampoco se trataba de sutilezas. Muchos años antes de que nosotros discutiéramos sobre asuntos estrictamente políticos relacionados con el pensamiento, en otra parte Jean Paul Sartre marchaba con los obreros en París y exponía su idea de la pre-existencia del hombre ¿Y a quién le importa lo que dijo Sartre, ahora? ¿O Albert Camus más que su “Mito de Sísifo”? En El extranjero casi era intolerable la impasibilidad del protagonista, tan auténtica y brutal. No se trata de estética en el fondo, no es una pose baladí decir que algo muere y burlarse de su rictus. Entre nosotros (me refiero a ciertos lectores comprometidos ¿Con qué?) discutíamos asuntos relacionados con la destrucción. Nos gustaba esa sensación nostálgica de Neruda o la intensión de ruptura de Tristán Tzara, de Bretón, Reverdy y Mallarmé. Vallejo en el fondo siempre fue un grito encerrado en un adobe de tierra roja, rota y reacia a terminar de romperse. Nos fascinaba de alguna manera el sentido de dolor y ensimismamiento poético, pero en una transpolación del dolor ajeno al propio, o a la inversa que es la misma cosa. ¿A qué autores leíamos entre mis camaradas que nos ayudaran a interpretar esta pendejada? Schopenhauer, Nietzche, Afanasiev, Erick From, Lefevre, Séneca, Brecht, Marx, Engels, Harnecker, Luxemburgo, Trotski, Mariáteggi…Mao, Maquiavelo, Tzun Zu, ¿Quién trajo a Isaiah Berlín? Para mí, en aquel momento, un derechista inaceptable. Recuerdo que mi amigo Wilson Maretti leyó con voracidad sus escritos casi arrebatándomelos de las manos, sólo para caer posteriormente, sin darse cuenta, en una actitud conservadora, tan procaz y cínica, que a nadie le producían gracia sus desaforadas alusiones a la disciplina alemana, o el perenne elogio lameculo de los gringos de la Zona Americana. De la noche a la mañana se había convertido en un experto en Karl Mannheim, y le venía bien. Mucho tiempo tenía que haber pasado para que llegara a conocer a fondo una teoría que encajara perfectamente en la estructura perfecta de su “zona de guerra”. Mannheim fue el punto de partida para dos o tres intelectuales que a penas esbozaron sus pergeños teóricos o sus dislates novelescos, pretensiosas chapucerías de ficción, poemas gay o diatribas noveladas. En mí particularmente, mis lecturas escogidas o no, produjeron un sentido idealista, un interés en construir una sociedad para la cual creía estar listo, una sociedad socialista, una utopía artística sin ninguna restricción para la producción de ideas. En una ocasión, el Doctor Roosevelt Borjas, distinguido antropólogo y enemigo mío por unas horas, presentó su libro ¿Por qué no se ha muerto de hambre Honduras? Y en su presentación expresó su percepción: Ya no existen las utopías, han caído. Me sentí ofendido. Levanté mi mano y le grité: ¿Cómo es posible anular los sueños del hombre? Posteriormente escribí algo al respecto. Después mi trabajo revolucionario con campesinos, mis fugas, mi poesía combativa y mis hojas derramadas. Mi musa. Mis lecturas detenidas de Góngora, Neruda, Vallejo, Huidobro, Alfonso Reyes, Efraín Huerta, Juan Bañuelos, Octavio Paz, Borges, Octavio Paz (el ensayista), Benedetti, Fernández Retamar, Otto René Castillo, Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Jaime Sabines, Pablo Antonio Cuadra, Cisneros, Álvaro Mutis, Ungaretti, Seferis, Pavese, Leopardi, Cavafis, José Juan Tablada, Xavier Villaurutia, Elliot, Pound, Keats, García Lorca, Alexandré, Juan Ramón Jiménez, Whitman, otra vez Tristán Tzara, Baudelaire, Horacio, Catulo, Safo…Dante, Virgilio, José Carlos Becerra, Raúl Garduño, James Joyce, Becket, Milton, Apollinaire, Rimbaud, E.E. Cummings, Lope de Vega, Poe, Wilburg, Alberti, Holderlin, Witman, Olga Orozco, Cuasimodo, Rilke, Parra, Miguel Hernández, Brecht, Mistral, Quevedo, Artaud, Bécker, Rugama, Basho, Li Po, Rosalía de Castro, Omar al Khayan, Petrarca, Amado Nervo, Alí Chumacero, Lezama Lima. Y todo librito que cayera en las manos: Ensayo literario, ensayo filosófico, Darwin, Hume, Einstein, Kant, Hegel, Nietzsche, Aristóteles, Rosseau, Sartre, Camus, Gabriel Marcel, Heidegger, Kierkeghaard, Schopenhauer, Lucrecio, Séneca, Renán, Benjamin, Vargas Llosa, Borges, Alfonso Reyes, Ortega y Gasset, Sábato; en fin, una lectura en avalancha, un desorden de lectura y una lectura incompleta que quizás jamás pueda ordenar ni completar. Quizás quien me ayudó un poco a entender el desastre que tenía fue Octavio Paz con su orden enciclopédico y su visión de galerista en el que contaba una y otra vez su versión de la fiesta. Estaba demasiado lejos del vacío existencial tan llevado y traído en la literatura, lejos de entender qué era yo en medio de aquella inmensidad de palabras, de esas versiones, de esos cuentos y recuentos. Sí entendía por ejemplo que había dos grandes bloques de autores, los realistas y los no realistas. Los que se sujetaban a la realidad social con una intensión política y los que filtraban todo a partir de su propia subjetividad. Y entre estos el emblema para mí era Kafka. Algunos textos académicos que ofrecían una clasificación de la literatura y sus movimientos sin conexión con la historia, con el contexto cultural, me parecían recetas de platillos franceses. No obstante tenía alguna preocupación por interpretar ese caos, por hallarle un sentido lógico a mi búsqueda. A pesar de la desbaratada carrera de muchos amigos que se hicieron ideológicamente a la derecha, o los que se volvieron locos y quedaron tirados en una montaña; a pesar de que yo mismo durante varios años estuve encerrado en las enseñanzas de don Juan Matus, Carlos Castaneda y don Víctor Sánchez, cabalgando con mi grupo de brujos a la inversa, hacia el origen de nuestros pasos; merodeando por el Lago Yojoa en busca de sombras milenarias atrapadas en alguna ensenada o cañón rocoso. Lo que me mantenía asido a mi enorme egolatría era ese sentido de búsqueda. Dentro de esta búsqueda o tras una nueva visión y con el enorme miedo de volver a encontrarme con otros revisionistas que desconocieran el aporte del Marxismo y de la Historia en la construcción de la sociedad socialista, y más como un encuentro en la literatura, asumí a un autor de extraordinaria relevancia en mi formación: Michel Foucault. Los estudios arqueológicos de Michel Foucault, su labor de investigador reconstruyendo al hombre de la modernidad mediante el descubrimiento de los dispositivos del capitalismo que operan en la formación del hombre moderno. La ubicación precisa del punto de quiebre de la episteme moderna. La ubicación del estructuralismo como una conciencia plural del saber contemporáneo. La duda respecto de la verdad o la crisis de la verdad como discurso que reina en el cielo de nuestras reflexiones y preocupaciones ontológicas. El discurso de lo inaccesible, de una semántica imposible, el despertar de una nueva e inquieta conciencia del hombre; en fin, un reencuentro con mis inquietudes de estudio y un remosamiento de la temática de mi búsqueda sin desdeñar el aporte del marxismo, pero ubicándolo, de igual modo, en la cola del positivismo, al mismo lado del psicoanálisis como corolario de los grandes relatos.




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