jueves, 29 de mayo de 2008

Réplica a los Perros Románticos con absoluta falta de escrúpulos estéticos


Por Jorge Martínez Mejía


A Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro

Roberto Bolaño fue un poeta menor y así lo quiso. Aún cuando hubiera preferido tener una raíz profunda, la espontaneidad inconciente lo mandó al carajo. Afortunadamente se encontró en el camino y en las señales en perspectiva con un tercio de vagos sumamente francos y su lucidez revelada en la calma, siempre de la mano de un cigarrillo a medio andar, de una chenca, como diríamos, lo mantuvo en línea sin exacerbar el ánimo. Los perros románticos son esos vagos capaces de tomar tequila y echarse un puro de marihuana a mediodía en punto y lanzarse de bruces hacia las togas para desbaratar el insondable inconciente de la conquista y los conquistados. No hay ninguna posibilidad de certeza cuando se han descubierto todas las pendejadas y hechizos de un sistema con sus planos relativos. Las verdades, los mitos, las ciencias, las creencias, el sentido común, la vida, la configuración del conocimiento, la literatura, la brujería, el turbante de Calimán, las hazañas de Hermelinda Linda, la dialéctica de la necesidad, el azar, las canciones de Cornelio Reina, el Espíritu Santo, la visión cinematográfica de Mario Almada, la sonrisa de Tin-Tan en esa película en que perdió un pedazo de bigote, el exterior de los circos, las aulas de la UNAM, el Paseo del Ángel, la Masacre, la experiencia del peyote, el pachuco, el vato loco, la dictadura, la revolución traicionada, los poetas burgueses, los intelectuales amotinados, el partido de piedra, los caites, la ranchera, el chile y la torta, el poema amoroso demasiado dulce, la ponencia extremadamente académica, el viaje sin un centavo, la irrupción en la sala de los elegidos, el silbido, la gritería en el ruedo de gallos, el albur, la polvareda en un cuento de Rulfo, el surrealismo de los rezos, la madrugada sin mañana, el tiempo perdido y sobreentendido como un plano de la realidad, la mentira, el invento literario, el manifiesto pura jodedera, la noche de los caballos, el grito de los muertos, las estelas perdidas en el bosque, los poetas guerrilleros, el bullicio en la sala de Bellas Artes. Los perros románticos son las voces escapadas de un programa anárquico que aspira a la reivindicación de un Santiago y un Tlatelolco. No hay prisa para ningún perro romántico, no hay nada, ni vacío, sólo la posibilidad del día presente, del sueño presente, de la compañía fraterna y la exigencia inteligente. Poema sin grasa, magro, flaco, sin recarga de imágenes ni metáforas, ni pesimismo. El horrible relato de la realidad tiene una cara sonriente, una cara de burla, un rostro de abismo, un ¡ajúa! En lo que a mí concierne, los perros románticos no es el título de un poema de Roberto Bolaño, sino un puñado de perros enamorados de su sombra. Cualquier veleidad es perceptible como un asomo de realidad, de sistema, de plano real. Un perro romántico obtiene su carta de libertad de manera individual, piensa en todos los debates y siempre tiene un programa listo para encender el puro de marihuana o para la metamorfosis poderosa del intelectual. Un perro muerto es distinto a un perro romántico, a un pequeño poeta que cuestiona si es más importante la obra literaria que el abrazo del amigo, otro perro romántico. Ser demasiado intelectual es dejar
de vivir.

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