Jorge Martínez Mejía
(Dada la observación de Giovanni Rodríguez respecto de las citas de mí mismo, antes de continuar citándome, he decidido dar a conocer, a algunos de mis amigos poetas, ciertos textos que posteriormente me veré obligado a citar).
En la situación crítica en que se encuentra el pensamiento occidental contemporáneo todo tipo de ensayo o intento de estudio entraña en sí mismo la figura de lo fallido. Nuestro tiempo está marcado por el estigma de la modernidad, por el rechazo a la autoridad. Todo ha caído, la razón yace postrada intentando, como el ave fénix, levantarse de sus cenizas. El hombre del siglo XXI se encuentra perplejo ante un laberíntico escaparate donde las ideas cuelgan asidas a la nada, como llaves que conducen a ninguna parte. Pero esta no es una circunstancia particular de nuestra época. Cada vez que el hombre ha rechazado la autoridad suprema, la explicación unívoca de todos los caminos, ha experimentado la sensación angustiosa del vacío. No se trata de la muerte del pensamiento propiamente, más bien es la caducidad de los dogmas, entendidos como el absoluto pleno de toda respuesta. Más que la muerte de la racionalidad, experimentamos el remozamiento de lo que nos caracteriza: Hostilidad hacia cualquier forma de autoridad. La actitud reiterada del hombre moderno (renacentista, empirista, racionalista, ilustrado o postmoderno) sigue siendo la misma. Lo inadmisible de todo tipo de autoridad, sea esta de orden metafísico o materialista, radica en la esencia dialéctica de esta actitud del espíritu humano. El hombre moderno del renacimiento rechaza no sólo la palidez ha que ha sido sometido su rostro por la intimidación y el miedo, rechaza, básicamente, la exclusividad del conocimiento asumida por el clero. La búsqueda de vitalidad, encontrada por los artistas de la estética de la antigüedad greco-latina, es la misma vitalidad manifiesta en el fervor popular del medioevo, esa vitalidad, ese vigor marginado es el que se abre paso para atacar a la autoridad desde un ángulo típicamente moderno. Pero es en la burla, en la socarronería, donde la visión oficial de la autoridad encuentra su antídoto, su radical antítesis. La consigna de "Muerte a la autoridad" es la consigna del hombre moderno. Si el clero empalidece y enjaula el rostro del hombre, Leonardo y Miguel Ángel lo pintan robusto; y si el Papa se roba la robustez, Rabellais lo vuelve un enano de carnaval. Nada, nada se mantiene de pie, como autoridad absoluta, ante los ojos del hombre. La Utopía de Tomás Moro no es otra cosa que una carcajada virulenta en las barbas de Enrique Octavo. La razón es hija del renacimiento como el renacimiento es hijo de la risa. Ante nuestra perspectiva, el juego del pensamiento tratando de atrapar la realidad, adopta una imagen de comicidad. En este sentido, La Comedia de Dante se mantiene erguida como un juego sacrílego. La Comedia es tal en cuanto refuta la autoridad de la tragedia y festeja la risa, la felicidad que produce la burla (Dante entra y sale por el inframundo no sólo burlando a la muerte, sino, de algún modo, al mismo Cristianismo). Desenfocar la autoridad para alumbrar su opuesto, es el rasgo fundamental de lo moderno. El humanismo no es otra cosa que la desautorización de Dios, es decir, de su representante autoritario, el clero. Pero el hombre del humanismo renacentista se vuelve un héroe despótico, autoritario. Es el Rey omnipotente de la autoridad perfecta, de la virtud sublime. Shakespeare sabe mejor que nadie la ambigüedad de la nobleza; en la bajeza de Otelo y en el hedor de Hamlet hace confluir el asco precioso que le despierta la autoridad del noble. Risa y razón son el engendro de la modernidad; a la razón le corresponde el papel de atrapar la verdad, a la risa, reírse de la razón. No es fácil para la razón. Heredar pensamiento es heredar autoridad. La herencia del pensamiento es la herencia de una crisis, la herencia de una conciencia empecinada en la transformación de sí misma. Autoridad y deslegitimación de la autoridad constituyen la dialéctica de nuestro conocimiento. Kant redime a los empíricos y a los racionalistas, pero se eleva como autoridad en busca de lo universal, de lo necesario. En él se prolonga la modernidad, la intención de acabar con el límite, con el ahora de la experiencia inmediata. La autoridad de la razón encarna en Kant como la intención humana de perpetuar la extensión del conocimiento. Kant no desbarata la concepción filosófica en que se sustenta la sociedad feudal, pero sienta, junto a Laplace, las bases para una concepción más enérgica, capaz de construir en la tierra el reino de la razón, la sociedad organizada idealmente. Históricamente, la deslegitimación de la autoridad, como actitud del hombre occidental, se concretiza en la revolución. La Revolución Francesa es el símbolo perfecto que desaprueba y destruye la autoridad feudal, pero al destruirla, funda otra (Octavio Paz). Fichte, Shelling y Hegel, no desautorizan ni deslegitiman a Kant, lo prolongan en su aspecto de lo absoluto, en la necesidad manifiesta de alcanzar la totalidad, la universalidad necesaria que determina la verdad. Lo prolongan en la idea del fluir perpetuo hacia la totalidad que supera las particularidades, hacia la subjetividad contemplativa en que los contrarios se armonizan. Laplace y Kant heredan una autoridad obstinada en la universalidad. Laplace pudo visualizarla como un teorema matemático. A Kant se le fugó la posibilidad de abstraer el todo, pero sus herederos encontraron en ese todo, en su absoluto, fugaz para Kant, la razón de lo que es. La autoridad de Kant ha encontrado más herederos fieles que rebeldes descarriados. Quizás el hastío de Kierkegaard no es una lanza directa contra el racionalismo, sino más bien contra la absurda felicidad de la burguesía liberal. Kierkegaard no se burla de la razón sino que la increpa por su artificio, por su ínfula de comprender el todo, aislada de la existencia misma del hombre. Con Kierkegaard, Heidegger y Nietzche, el pensamiento moderno encuentra su fibra de desaprobación. Kant creía religiosamente en la ciencia y en el juicio, pero Heidegger descubre su artificio de tamizar la subjetividad humana desde una objetividad aparente. Con la actitud del existencialismo, nos encontramos nuevamente frente a la tradición moderna de la deslegitimación, de la muerte de la autoridad absoluta como consigna favorable del hombre que busca su libertad. Sobre el existencialismo descansa, en el escaparate laberíntico, la saludable desaprobación del dogma racional de los últimos cuatro siglos. La situación actual del pensamiento contemporáneo no puede considerarse un caos, más bien es la confluencia justa de la tradición moderna de la deslegitimación. Pero la filosofía, a diferencia de la burla desenfadada que puede expresarse en la literatura, no puede deslegitimar sin argumentos consistentes. Y la dialéctica de la conducta humana de deslegitimar la autoridad no es un recurso meramente retórico. La sinceridad de Kierkegaard y los últimos existencialistas (Sartre y Camus) se sustenta no en abusivos caprichos. La herramienta más valiosa del pensamiento occidental, la Dialéctica, ha sido descuidada desde Kant y Laplace en lo que se refiere a las leyes de lo contingente, de la porción de azar inherente a la realidad misma, a la posibilidad de su aprehensión. En la ciencia, el azar constituye un universo inaprensible por la razón. Las herramientas científicas en que descansa la filosofía no metafísica, son incuestionablemente valiosas para el bienestar de la humanidad, pero no por ello llegan a ser armas infalibles en la determinación de la verdad, de lo que es. El pensamiento contemporáneo se desenvuelve en una situación especial, ya no pertenece al terreno de la modernidad en términos absolutos, es la manifestación de una circunstancia especial en la que confluyen todas las fuentes del pensamiento, sin preeminencia de ninguna en particular. Es lo que se podría llamar "circunstancia de pluralidad filosófica". A esta "circunstancia de pluralidad filosófica" no corresponde una verdad absoluta, es decir, que la realidad puede ser aprehendida por la razón, pero a su vez, la razón constituye porción de realidad en cuanto no es realidad absoluta. Hacia esta forma de pensamiento o situación especial, ha inducido particularmente el alcance de la "Teoría de la Relatividad" de Einstein, la Física Cuántica y el estudio sincrónico del Estructuralismo. Entrado el siglo XXI nos encontramos ante una situación particular en la que la verdad trata de escurrirse detrás de los esquemas heredados por la tradición de una autoridad fundada en la razón. Son estos esquemas los que trata de sacudirse el pensamiento contemporáneo, el pensamiento postmoderno. La razón se hizo dogma, autoridad, prejuicio; reclamó para sí la presea de la verdad, marginando la perspectiva múltiple, el punto de vista de lo particular. La visión del pensamiento contemporáneo reniega de la visión universal, del absoluto, del todo autodeterminado. La pluralidad no admite la forma de lo universal, de lo unánime, al contrario, es la expresión del contraste, de la discrepancia compatible. El imperio de lo universal ha devenido en aprecio de lo particular. El hombre ha sido sometido por el canon de la sociabilización, ha sido despojado de su individualidad intrínseca, de su capacidad de expresar su esencia singular, su libertad inherente. El contexto actual expresa un afianzamiento de la característica de la modernidad que anula al individuo. La era de la postmodernidad es una paradoja; la extraordinaria fuerza de la tecnología de la masificación, de la manipulación en masa, difumina la personalidad del individuo, lo desintegra y, simultáneamente, ofrece a un orgulloso racionalismo con rasgos de humildad por el reconocimiento del imposible absoluto. El pensamiento postmoderno reivindica la tradición moderna en el punto en que deslegitima el "sentido histórico universal", la "realidad absoluta", el "predominio de la racionalidad" y "el carácter ilimitado del conocimiento". La trascendencia de este rasgo en el contexto postmoderno radica en el fortalecimiento de cada porción de realidad, de cada fragmento constitutivo de la experiencia humana, de cada cultura. De ahí que haya contradicción fundamental en la "circunstancia contemporánea": El pensamiento postmoderno continúa levantando la bandera de la deslegitimación en relación al desvarío de la autoridad suprema del conocimiento, pero esta realidad del pensamiento no corresponde a los altos niveles de manipulación humana resultante de la liberalidad burguesa respaldada por el avance tecnológico que, incluso, amenaza con la destrucción del planeta si desata la furia de su imperio. Atrás quedó la posibilidad del hombre que resuelve sus problemas en masa. No hay ya los antiguos metarelatos de jirafas. Nietzche fue testigo de la muerte de Dios. Nosotros asistimos al funeral de todos los consensos.
"A mitad del andar de nuestra vida
extraviado me vi por selva oscura,
que la vida directa era perdida".
Dante
extraviado me vi por selva oscura,
que la vida directa era perdida".
Dante
(Dada la observación de Giovanni Rodríguez respecto de las citas de mí mismo, antes de continuar citándome, he decidido dar a conocer, a algunos de mis amigos poetas, ciertos textos que posteriormente me veré obligado a citar).
En la situación crítica en que se encuentra el pensamiento occidental contemporáneo todo tipo de ensayo o intento de estudio entraña en sí mismo la figura de lo fallido. Nuestro tiempo está marcado por el estigma de la modernidad, por el rechazo a la autoridad. Todo ha caído, la razón yace postrada intentando, como el ave fénix, levantarse de sus cenizas. El hombre del siglo XXI se encuentra perplejo ante un laberíntico escaparate donde las ideas cuelgan asidas a la nada, como llaves que conducen a ninguna parte. Pero esta no es una circunstancia particular de nuestra época. Cada vez que el hombre ha rechazado la autoridad suprema, la explicación unívoca de todos los caminos, ha experimentado la sensación angustiosa del vacío. No se trata de la muerte del pensamiento propiamente, más bien es la caducidad de los dogmas, entendidos como el absoluto pleno de toda respuesta. Más que la muerte de la racionalidad, experimentamos el remozamiento de lo que nos caracteriza: Hostilidad hacia cualquier forma de autoridad. La actitud reiterada del hombre moderno (renacentista, empirista, racionalista, ilustrado o postmoderno) sigue siendo la misma. Lo inadmisible de todo tipo de autoridad, sea esta de orden metafísico o materialista, radica en la esencia dialéctica de esta actitud del espíritu humano. El hombre moderno del renacimiento rechaza no sólo la palidez ha que ha sido sometido su rostro por la intimidación y el miedo, rechaza, básicamente, la exclusividad del conocimiento asumida por el clero. La búsqueda de vitalidad, encontrada por los artistas de la estética de la antigüedad greco-latina, es la misma vitalidad manifiesta en el fervor popular del medioevo, esa vitalidad, ese vigor marginado es el que se abre paso para atacar a la autoridad desde un ángulo típicamente moderno. Pero es en la burla, en la socarronería, donde la visión oficial de la autoridad encuentra su antídoto, su radical antítesis. La consigna de "Muerte a la autoridad" es la consigna del hombre moderno. Si el clero empalidece y enjaula el rostro del hombre, Leonardo y Miguel Ángel lo pintan robusto; y si el Papa se roba la robustez, Rabellais lo vuelve un enano de carnaval. Nada, nada se mantiene de pie, como autoridad absoluta, ante los ojos del hombre. La Utopía de Tomás Moro no es otra cosa que una carcajada virulenta en las barbas de Enrique Octavo. La razón es hija del renacimiento como el renacimiento es hijo de la risa. Ante nuestra perspectiva, el juego del pensamiento tratando de atrapar la realidad, adopta una imagen de comicidad. En este sentido, La Comedia de Dante se mantiene erguida como un juego sacrílego. La Comedia es tal en cuanto refuta la autoridad de la tragedia y festeja la risa, la felicidad que produce la burla (Dante entra y sale por el inframundo no sólo burlando a la muerte, sino, de algún modo, al mismo Cristianismo). Desenfocar la autoridad para alumbrar su opuesto, es el rasgo fundamental de lo moderno. El humanismo no es otra cosa que la desautorización de Dios, es decir, de su representante autoritario, el clero. Pero el hombre del humanismo renacentista se vuelve un héroe despótico, autoritario. Es el Rey omnipotente de la autoridad perfecta, de la virtud sublime. Shakespeare sabe mejor que nadie la ambigüedad de la nobleza; en la bajeza de Otelo y en el hedor de Hamlet hace confluir el asco precioso que le despierta la autoridad del noble. Risa y razón son el engendro de la modernidad; a la razón le corresponde el papel de atrapar la verdad, a la risa, reírse de la razón. No es fácil para la razón. Heredar pensamiento es heredar autoridad. La herencia del pensamiento es la herencia de una crisis, la herencia de una conciencia empecinada en la transformación de sí misma. Autoridad y deslegitimación de la autoridad constituyen la dialéctica de nuestro conocimiento. Kant redime a los empíricos y a los racionalistas, pero se eleva como autoridad en busca de lo universal, de lo necesario. En él se prolonga la modernidad, la intención de acabar con el límite, con el ahora de la experiencia inmediata. La autoridad de la razón encarna en Kant como la intención humana de perpetuar la extensión del conocimiento. Kant no desbarata la concepción filosófica en que se sustenta la sociedad feudal, pero sienta, junto a Laplace, las bases para una concepción más enérgica, capaz de construir en la tierra el reino de la razón, la sociedad organizada idealmente. Históricamente, la deslegitimación de la autoridad, como actitud del hombre occidental, se concretiza en la revolución. La Revolución Francesa es el símbolo perfecto que desaprueba y destruye la autoridad feudal, pero al destruirla, funda otra (Octavio Paz). Fichte, Shelling y Hegel, no desautorizan ni deslegitiman a Kant, lo prolongan en su aspecto de lo absoluto, en la necesidad manifiesta de alcanzar la totalidad, la universalidad necesaria que determina la verdad. Lo prolongan en la idea del fluir perpetuo hacia la totalidad que supera las particularidades, hacia la subjetividad contemplativa en que los contrarios se armonizan. Laplace y Kant heredan una autoridad obstinada en la universalidad. Laplace pudo visualizarla como un teorema matemático. A Kant se le fugó la posibilidad de abstraer el todo, pero sus herederos encontraron en ese todo, en su absoluto, fugaz para Kant, la razón de lo que es. La autoridad de Kant ha encontrado más herederos fieles que rebeldes descarriados. Quizás el hastío de Kierkegaard no es una lanza directa contra el racionalismo, sino más bien contra la absurda felicidad de la burguesía liberal. Kierkegaard no se burla de la razón sino que la increpa por su artificio, por su ínfula de comprender el todo, aislada de la existencia misma del hombre. Con Kierkegaard, Heidegger y Nietzche, el pensamiento moderno encuentra su fibra de desaprobación. Kant creía religiosamente en la ciencia y en el juicio, pero Heidegger descubre su artificio de tamizar la subjetividad humana desde una objetividad aparente. Con la actitud del existencialismo, nos encontramos nuevamente frente a la tradición moderna de la deslegitimación, de la muerte de la autoridad absoluta como consigna favorable del hombre que busca su libertad. Sobre el existencialismo descansa, en el escaparate laberíntico, la saludable desaprobación del dogma racional de los últimos cuatro siglos. La situación actual del pensamiento contemporáneo no puede considerarse un caos, más bien es la confluencia justa de la tradición moderna de la deslegitimación. Pero la filosofía, a diferencia de la burla desenfadada que puede expresarse en la literatura, no puede deslegitimar sin argumentos consistentes. Y la dialéctica de la conducta humana de deslegitimar la autoridad no es un recurso meramente retórico. La sinceridad de Kierkegaard y los últimos existencialistas (Sartre y Camus) se sustenta no en abusivos caprichos. La herramienta más valiosa del pensamiento occidental, la Dialéctica, ha sido descuidada desde Kant y Laplace en lo que se refiere a las leyes de lo contingente, de la porción de azar inherente a la realidad misma, a la posibilidad de su aprehensión. En la ciencia, el azar constituye un universo inaprensible por la razón. Las herramientas científicas en que descansa la filosofía no metafísica, son incuestionablemente valiosas para el bienestar de la humanidad, pero no por ello llegan a ser armas infalibles en la determinación de la verdad, de lo que es. El pensamiento contemporáneo se desenvuelve en una situación especial, ya no pertenece al terreno de la modernidad en términos absolutos, es la manifestación de una circunstancia especial en la que confluyen todas las fuentes del pensamiento, sin preeminencia de ninguna en particular. Es lo que se podría llamar "circunstancia de pluralidad filosófica". A esta "circunstancia de pluralidad filosófica" no corresponde una verdad absoluta, es decir, que la realidad puede ser aprehendida por la razón, pero a su vez, la razón constituye porción de realidad en cuanto no es realidad absoluta. Hacia esta forma de pensamiento o situación especial, ha inducido particularmente el alcance de la "Teoría de la Relatividad" de Einstein, la Física Cuántica y el estudio sincrónico del Estructuralismo. Entrado el siglo XXI nos encontramos ante una situación particular en la que la verdad trata de escurrirse detrás de los esquemas heredados por la tradición de una autoridad fundada en la razón. Son estos esquemas los que trata de sacudirse el pensamiento contemporáneo, el pensamiento postmoderno. La razón se hizo dogma, autoridad, prejuicio; reclamó para sí la presea de la verdad, marginando la perspectiva múltiple, el punto de vista de lo particular. La visión del pensamiento contemporáneo reniega de la visión universal, del absoluto, del todo autodeterminado. La pluralidad no admite la forma de lo universal, de lo unánime, al contrario, es la expresión del contraste, de la discrepancia compatible. El imperio de lo universal ha devenido en aprecio de lo particular. El hombre ha sido sometido por el canon de la sociabilización, ha sido despojado de su individualidad intrínseca, de su capacidad de expresar su esencia singular, su libertad inherente. El contexto actual expresa un afianzamiento de la característica de la modernidad que anula al individuo. La era de la postmodernidad es una paradoja; la extraordinaria fuerza de la tecnología de la masificación, de la manipulación en masa, difumina la personalidad del individuo, lo desintegra y, simultáneamente, ofrece a un orgulloso racionalismo con rasgos de humildad por el reconocimiento del imposible absoluto. El pensamiento postmoderno reivindica la tradición moderna en el punto en que deslegitima el "sentido histórico universal", la "realidad absoluta", el "predominio de la racionalidad" y "el carácter ilimitado del conocimiento". La trascendencia de este rasgo en el contexto postmoderno radica en el fortalecimiento de cada porción de realidad, de cada fragmento constitutivo de la experiencia humana, de cada cultura. De ahí que haya contradicción fundamental en la "circunstancia contemporánea": El pensamiento postmoderno continúa levantando la bandera de la deslegitimación en relación al desvarío de la autoridad suprema del conocimiento, pero esta realidad del pensamiento no corresponde a los altos niveles de manipulación humana resultante de la liberalidad burguesa respaldada por el avance tecnológico que, incluso, amenaza con la destrucción del planeta si desata la furia de su imperio. Atrás quedó la posibilidad del hombre que resuelve sus problemas en masa. No hay ya los antiguos metarelatos de jirafas. Nietzche fue testigo de la muerte de Dios. Nosotros asistimos al funeral de todos los consensos.