miércoles, 9 de abril de 2008

La boina gris con su muerte ridícula y sus espantapájaros poéticos

PRIMERA PARTE


Jorge Martínez Mejía

Por la tarde, Jonh Connolly nos había sorprendido con su desgarrada imaginación de trovador moribundo. El busito se embelezaba virando hacia fuera de las montañas, a los costados del extenso río ennegrecido. Inmensas figuras verdosas se estremecían sin sospechar las imágenes que en la burbuja de aire apretado, dentro del bus, salían de la imaginación forzada de Connolly. –Hoy es el día que muere- les había dicho- y me reía, no me importaba que fuera una boina bonita. –Entonces qué pedo, preguntamos al llegar. No andábamos ni un cinco. A Mario lo habían invitado a la presentación de los nuevos favores de una tarjeta de crédito, tenía asegurada la velada. Gustavo quizás se imaginaba sacando una botella al crédito en el negocio del hermano; el poetía Júnior no se sabía qué demonios iba a hacer. Jonh Connolly y Javier Hernández se irían a un pueblo remoto a escuchar a un insufrible Aute; en fin la situación era un desastre, un velorio sin asesinato. -Ahí te voy a echar la llamada- me había dicho Mario al bajarme del busito. En el fondo yo no le creía, hacía algún tiempo que Mario había reflexionado respecto de andar tirando el dinero en bebida sólo por compartir con unos vagos con ínfulas de poetas postmodernos. Más tarde fui al cajero automático para retirar los últimos doscientos lempiras, los había reservado para la incineración. Fui a comprar una tarjeta telefónica para cargar el teléfono y convocar a los Poetas del Grado Cero a la realización de la Logia Plena.

-¿Entonces?
-¿Mario dijo que iba a llamar, no?
-Bueno, si no llama a las nueve nos reunimos en cualquier sitio. Uno de los poetas me llamó indicándome que ya venía en su carro y que iba a pasar por el Cipote, el poeta más joven del grupo; que luego iba a pasar por Gustavo. Llamé a Gustavo y le dije que Nelson iba a pasar por él en unos treinta minutos, que ya Mario, definitivamente, no iba a llamar. En medio de la calle, cerca de donde había comprado los cigarrillos, un perro aplastado mostraba la lengua todo despanzurrado. Encendí el cigarro y retorné a la teoría, a las millonésimas partículas de polvo disueltas en la arena del pavimento. En Japón las chicas no son mojigatas y son más divertidas que los poetas de aquí, pensaba. O los niños de la India que juegan alumbrados por la luz muerta de la luna, antes de dormirse. La idea del gran bacanal, pensé, qué triste, el único fuego es la conversación del hombre. Libre de eso, la rutina, el ocio inútil, el Canal de Panamá con sus enormes faroles iluminando la mercancía del imperio y en las pobres calles por las que circulo, el perro muerto, despatarrado.

-¿Entonces qué ondas? – dijo Nelson- pasé por dónde Gustavo y ya estaba chupando con unos tipos ahí, no se quiso venir con nosotros.
–Llamémoslo otra vez, dije, y le marqué.
-¿Entonces qué pedo? ¿Va a venir o no va a venir?
-Es que Nelson viene y no se quiere echar una con nosotros.
-¿Pero entonces, va a venir…?
-¡Vámonos a la verga -les digo- el cabrón tampoco va a venir! Por la calle, mientras el carro se bambolea ante el silencio brutal de Darío, el Cipote, Nelson divaga sobre los cuentos de Rulfo intentando vincular todos los elementos que hacen falta para que sea una noche dedicada a la literatura, hacer el absurdo más claro, más evidente. Cualquier intento es equívoco –pienso- la generación de un discurso sin fuerza, una erupción blanda sobre la piel de una historia trazada para ser vista sin profundidad. Nos detuvimos en una licorera y compramos unas botellas de ron, unas cervezas, unos cigarrillos, unas tostadas con sal, bla, bla, bla, sólo pendejadas.

-¿Dónde vamos?
-Vamos a la montaña. Allá morirá la puta. Hoy es el día en que la enterramos ¡Muerte a la poesía y su metarrelato de jirafas!

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