lunes, 7 de enero de 2008

Conferencia libre sobre Roberto Castillo. Inmemoriam

La literatura, esencialmente, es humanidad

Sería muy dificil hacer un comentario sobre Roberto Castillo, sobre él o su obra, en un espacio tan reducido como el de un blog, tan reducido a la vez, como el de los poetas del grado cero. No es posible. Pero sí puedo adelantar que he leído Sus libros publicados, y aunque no soy experto en literatura, sino un lector curioso, tengo algo que decir al respecto. Creo que Roberto Castillo es un maestro de las letras, no un genio, pero sí un maestro muy refinado. Quizás el mejor narrador de los últimos tiempos compartiendo espacio con Horacio Castellanos Moya. Sin embargo, sigo lamentando su afincado gusto por el realismno mágico, muy al estilo de Gabriel García Márquez, quizás con un toque más realista que mágico, pero en fin, retratando los dispersos paisajes de un macondo fragmentado. Es un maestro de la metáfora y del diálogo, un gran constructor, un arquitecto en la Guerra Mortal de los Sentidos, pero es demasiado evidente cuando utiliza retazos de nuestra vida que constituyen lugares comunes. De hecho, creo que, como dice Roberto Quesada, ha tomado literalmente algunos pasajes de la vida real de su pueblo natal y los ha llevado a las letras con una auténtica capacidad para recrear el mundo mágico de su realidad. Yo no soy bueno para retratar a nadie, ni creo que valga la pena que a estas alturas ustedes crean que sé mucho sobre lo que digo, sin embargo se trata de ser honesto o al menos decente. Debemos seguir leyendo a Roberto Castillo, pero, sobre todo, tratar de descifrar su misión en la literatura, ya que no creo que sólo fuera el producirnos satisfacción lúdica, sino encontrarnos en sus escritos, como los tristes parias que habitan una tierra abandonada a su suerte: Honduras. Perdonen que no tenga mucho orden, ya sé que algunos se van a reir con esto, pero al igual que muchos de ustedes, admiro a los que escriben, no sólo por amor al arte, porque la literatura, esencialmente, es humanidad.

Luis Fermín Morales



De la obra que nos queda


El 31 de julio del año recién finalizado recibí un correo electrónico de Roberto Castillo. Me decía que acababa de leer mi reseña sobre su novela La guerra mortal de los sentidos y que encontraba, con independencia de lo que tenía que ver con su trabajo de narrador, mis puntos de vista “lúcidos, poseídos de un genuino ímpetu renovador y unlenguaje limpio y preciso”. (Uf! Imaginen la burbujita de mi ego inflándose a la par de los latidos en el pecho). En las últimas líneas del mensaje me pedía que le proporcionara mi dirección postal para enviarme algo que podría ser de mi interés. Fue tan grande mi alegría que le respondí de inmediato con un correo emocionado y algo excesivo en su extensión, de lo que, luego de teclear “enviar”, me arrepentí. En mi correo yo le hablaba de mi admiración por su obra, le comentaba que justamente estaba leyendo una novela de Patrick Deville, titulada Pura vida, en donde él aparecía como personaje y amigo del narrador, y le informaba incluso que una amiga tenía intenciones de publicar su tesis de licenciatura sobre su obra. Para entonces no había ocurrido nada todavía. Él se mantenía alejado del mundanal ruido escribiendo su tercera novela y nosotros ya le habíamos hecho un homenaje en nuestra sección en diario La Prensa: dos páginas con un fragmento de La guerra mortal de los sentidos, tratando de devolver a los lectores del periódico algo del enorme placer que había representado para nosotros la lectura de esa magnífica obra. A partir de la semana siguiente, cada día al llegar a casa a las ocho de la noche, abría la puertecita de mi buzón esperando encontrar en su interior el paquete enviado por Roberto Castillo. Pero no llegaba. Recordé que un amigo me había mencionado algo acerca de ciertos problemas relacionados con el Correo Nacional en Honduras, y después de que el escritor me enviara otro email preguntándome si ya tenía en mis manos el envío, le respondí que no y que era probable que se debiera a esos problemas aludidos por mi amigo. Pero un día, después de revisar sin demasiadas esperanzas el interior de mi buzón y comprobar que tampoco había nada, subí las gradas del edificio hasta el segundo piso, abrí la puerta del apartamento, me dirigí a mi cuarto y, sobre mi cama, estaba el paquete enviado desde Honduras por Roberto Castillo. Mi hermano lo había dejado ahí. Dentro estaba el último libro de ensayos de Castillo: Del siglo que se fue, con una postal en donde se ve a una alfarera lenca de Cofradía, Intibucá y se lee la siguiente dedicatoria: “Estimado G. R.: me da mucha satisfacción hacerle llegar este libro. Saludo cordial, Roberto Castillo”. Recuerdo haber tenido ese libro en mis manos durante un breve momento del año 2005 en la librería Guaymuras de Tegucigalpa. Al descubrirlo ahí, con su discreta tapa color café, me sorprendí y pensé que era una lástima que para un libro de ensayos de un escritor tan importante no hubiera mayor esperanza de llegar a los lectores que a través de su simple colocación en la librería de un país en donde muchos, como yo entonces, no disponen de dinero suficiente para comprarlo y tienen que conformarse con sopesarlo, leer la contraportada, echarle un vistazo a sus primeras palabras y finalmente devolverlo al estante, en medio de otros libros que probablemente también pasarán mucho tiempo inadvertidos.

En los últimos días me llegaron algunos emails en donde mis amigos me anunciaban la noticia. Antes me habían hecho saber que Roberto Castillo estaba muy enfermo, y de alguna manera presentíamos lo que sucedería. No podemos evitar esa mala costumbre de dedicarle a los muertos nuestras mejores palabras, ni de dejar para el último momento (o para después del último momento) las dedicatorias, los aplausos y los homenajes. Yo sólo puedo decir que lo mejor sería leerlo, o releerlo, y para los que alguna vez tuvimos la oportunidad de conocerlo en persona, también recordarlo (no olvido su figura imponente, parado frente a una cátedra en el Museo de Antropología e Historia el 2002, hablando sobre La guerra mortal de los sentidos, no sé si antes o después de su publicación, con una voz fuerte, muy fuerte, y con un entusiasmo desbordante, hablando sobre los hombres lencas borrachos en la orilla de la carretera, hasta donde sus mujeres van a levantarlos, sobre los ángeles y don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales, sobre cipotes como Chorro de Humo, sobre el Buscador del Hablante Lenca, sobre la molonca…)


Giovanni Rodríguez



Como Roberto Castillo quedan pocos, si no ninguno


Se nos acaba el tiempo y es un lugar común rendir homenaje a los que mueren. Nuestros escritores se van sin haber dado a conocer su obra. Si echamos un vistazo, al igual que Rodolfo Pastor Fasquelle, nos enteramos que el panorama intelectual hondureño tiende a reducirse sin traspaso de mando a las generaciones jóvenes. A éstas, las caracteriza la ligereza para el juicio, para la publicación, la efímera búsqueda de la fama. De hecho, hay una contraposición de valores entre la generación mayor de literatos y la que está a punto de asumir el protagonismo intelectual. Roberto Castillo, al igual que escritores como Ramón Oquelí, son un modelo en peligro de extinción. Modelo por el compromiso y la disciplina, por un oficio intelectual constante y consistente, por el fervor auténtico de hacer valer las letras, es decir por una entrega total. Sinceramente, dudo que pueda revatirse el hecho de que estamos al borde de una crisis de la intelectualidad en nuestro país. La premura con que se realizan los eventos literarios como para salir del paso, la falta de estudio crítico de literatura, la carencia de medios de difusión literaria, la misma incipiencia y falta de seriedad en los estudios mostrados en algunas revistas literarias, la indigencia intelectual de una generación de escritores sin criterio, imberbes o imbéciles, sin capacidad para salvar las apariencias y hundirse en la profundidad del arte. Las premiaciones estúpidas a escritores sin obra y sin nombre, las publicaciones de pseudoescritores y poetas, dizque reconocidos, únicamente para estafar a un público de lectores cautivos de las universidades. La misma actitud que encontramos cada vez que iniciamos un pequeño ataque para despeinarle la rémora a una pseudointelectualidad mojigata, que se inflama cada vez que se le señala, pero que únicamente es capaz de retorcerse en su nada por su falta de capacidad para enfrentarse. Todo nos indica que a la literatura hondureña la envuelve una especie de futilidad, únicamente franqueable con la actitud del intelectual ermitaño que se encierra en su torre con un pan repudiable y un poco de vino mortal. La idolatría de un paradigma y una época muerta, particularmente de cierto modernismo parece abalanzarse contra todo aquello que suene distinto o que intente refrescar las letras. La partida de un escritor como Roberto Castillo nos pesa por esa sensación de pérdida de un modelo al que siempre hemos aspirado y de los cuales quedan pocos, si no ninguno.


Jorge Martínez Mejía



Una despedida a Roberto Castillo

Me resulta difícil despedirme de los muertos. Y me rehúso a hablar sobre los féretros porque, cuando se me hincha el alma de dolor amoroso, me pongo chillón e incoherente. El último día del año me tocó despedirme de mi admirado tío y padrino “El Ingeniero” Héctor Bueso A., héroe del desarrollo de Occidente, victimario del último tigre que rondaba las montañas de Copán y víctima de unos estafadores extranjeros, por cuya perfidia incluso llegó a renegar de la Virgen del Cobre, con quien viví algunos de los mejores meses de mi infancia y a quien, aun de viejo y aunque no me ayudó nunca en la política, emblanquecidos mis cabellos, saludaba yo juntando mis manos, como se nos enseñaba a los niños criollos a saludar a los padrinos. Un hombre cuya independencia, vitalidad y alegría, espíritu innovador y emprendedor quedó, de todas formas, encarnado y bien recordado por su hija y mi prima Claudia, a quien abrazo aquí. Una vieja superstición dice que las almas de los difuntos deambulan tres días entre nosotros y otra asegura que un muerto “nunca se va solo…que siempre se lleva a otro”, por despecho o caridad. Esta vez fue por caridad.

Dos días después, en el primer día laborable del año, me llega la noticia a secas de que tengo que asistir al funeral de mi amigo y hermano Roberto Castillo, hondureño originario del Occidente profundo, en donde se había criado de padre también salvadoreño, como el de Roberto Sosa y el de Horacio Castellanos. Castillo Premio Nacional de Letras en 1992, a quien en más de una ocasión recuerdo haber calificado (para irritación de amigos comunes menos generosos) como el mejor escritor del país, Maestro Emérito. Un hombre que, como decía él de Oquelí cuyas obras reseñaba con reverencia, “jamás ha creído que la verdad resida en él o en capilla alguna…sino que es una empresa a edificar, de la que nadie debe ser ajeno”. Genuino pensador igual que Ramón, a quien también llamó, autorretratándose, “presencia viva y no un cuerpo de esquemas en conserva…lector voraz, hombre de ideas, abierto, sin perjuicios”. Atento a la razón. Pero de convicciones firmes, indispuesto al acomodo reptil.

Roberto se formó en Costa Rica como filosofo y enseñó esa materia muchos años antes de retirarse de la UNAH (“abrumada” escribía Castillo, “por una falta de claridad en todos los órdenes”) para dedicarse a su obra literaria y creadora. Durante años había dirigido con Augusto Serrano y Atanasio Herranz un suplemento literario “La Palabra en el Tiempo”, en Diario Tiempo, en donde lo conocí por primera vez y años después impulsó y participó en la aventura de la revista “Umbrales”. Fue compañero también en el Instituto Rafael Heliodoro Valle, para el cual editó la revista Paraninfo que, aunque sea en su honra, deberíamos de reactivar los que nos hemos distanciado pero compartimos su amistad, sus entusiasmos y su sinceridad.

Después, Roberto optó por la literatura como vehículo de su mensaje personal. Primero con el género cuentístico, recuerdo El Corneta, Traficante de Ángeles, (con eruditos pies de página inventados) algunos cuentos, tan exitosos que se han convertido en cortometrajes. Después aspiró a la novela y se consagró con su penúltima obra La Guerra Mortal de los Sentidos, Subirana, 2002, editada en El Salvador al mismo tiempo y que yo considero la obra de literatura más importante escrita en Honduras en el siglo XX. Al final, regresó al ensayo, que es el género que compartimos. Una obra coherente, preocupada por desentrañar y enaltecer el más profundo sentido de nuestra cultura, nuestra costumbre y nuestra historia, para lo cual Roberto, más que dedicarse a pulir frases o sorprender con juegos de palabras, consagró muchas horas al estudio en el archivo y en la investigación de campo, a la reflexión sobre la cotidianeidad del filósofo y sobre la memoria personal y colectiva de una geografía rebautizada: el Gual, que alguna vez dije que era el Trifinio, hoy en manos de Elvin Santos.

No compartimos muchas veladas de bohemia porque, a diferencia de otros amigos y compañeros incluyendo a casi todos los mencionados aquí, ni él ni yo fuimos, al menos de viejos, faranduleros ni amigos de francachelas, pero sí unas cervezas (porque no había buena chicha de guacal en la ciudad) y el cariño fraterno que induce la capilaridad del simposio, para hablar de las cosas que nos importaban y nos maravillaban y nos hacían reír y las que nos entristecían… “anudadas” dice Castillo “en torno a la frase de Guillén Zelaya”, sobre “esa cosa triste que es Honduras”.

Como intelectual y ciudadano, además, Roberto Castillo cumplió tareas cívicas, no advertidas incluso por la mayoría de nuestros amigos, no digamos de la población en general. Cuando Manuel Zelaya, entonces candidato, en gesto temerario, me confió la tarea de preparar la versión final de su Plan de Gobierno titulado “El Poder Ciudadano”, algunas de cuyas promesas están pendientes, me rodeé de media docena de amigos y recluté a Roberto Castillo como editor final. Y él introdujo en ese Plan, la urgencia de impulsar la integración centroamericana y de construir, mediante una ciudadanía real, una convivencia social y política, más allá del sectarismo, que nos permita vivir en paz genuina. Eran unas cuantas frases, llenas de luz y nobleza, conmemorativas de las tesis de Oquelí, que imantaron el texto. Después coqueteó un tiempo (meses) con aceptar, pese a su mal sueldo, la dirección de la Biblioteca Nacional que han ejercido, en este gobierno, primero José A. Funes y ahora Eduardo Bhar. Pero me confió que se sentía enfermo y declinaba el ofrecimiento que agradecía y le parecía honroso. Y sirvió hasta el último minuto como miembro del Consejo Editorial de la Editorial del Ministerio de Cultura.

Roberto fue uno de los mejores seres humanos que he conocido. Nunca quiso hacer méritos a costa de otro. Así como dice Luis que habría que hacerle una estatua al ingeniero Bueso en Copán, hay que hacerle una estatua a Roberto Castillo, genuino héroe cultural, alma bella y noble, animosa y despejada de tinieblas, sin grosería ni afectaciones, sin complejos ni miserias. Pero habría además que construir alrededor de esa estatua y de otra dedicada al maestro Oquelí, una institución de estudios superiores de las humanidades. Porque vamos quedando pocos y sin los alumnos que hacen falta. Porque andan muchos por ahí pero ensimismados, sin la llaneza o el rigor intelectual que se requiere, asustadizos e inocentes, faltos de estudio o de reflexión o de ambas cosas.


Rodolfo Pastor Fasquelle



Orbis se rinde a la memoria de Roberto Castillo

Demás está decir que mi generación entró en el templo de la narrativa hondureña de la mano de Roberto Castillo. En las aulas del colegio, en el hervor de San Pedro, muchos descubrimos maravillados al Hombre que se comieron los papeles y sentimos -más que la ignorancia ambulante- el abandono y la nostalgia por lo indecible de El corneta. Más tarde, reclutados y confinados en las barracas, lo sentiríamos en carne propia y escribiríamos nuestros propios finales. Roberto es el ejemplo más claro de que una vida dedicada a las letras y al pensamiento solo pueden conducir al reconocimiento total de todo un país, más allá de las intimidades generacionales y de parentesco. Como esperan nuestros lectores, Orbis se rinde a la memoria de Roberto Castillo, su vida y su obra de enorme peso en la historia de la literatura y del pensamiento nacional. Los que lo conocieron y trataron, y aquellos que solo vimos de lejos su modesta e indeclinable gloria, sabemos que la obra de Roberto ahora verdaderamente comienza; sus palabras no se rinden ante la muerte y muchas, para nosotros, están por venir. Pastor Fasquelle se une al duelo con palabras exclusivas.

Felipe Rivera Burgos



Del tiempo cada segundo es irreparable. La sombra ronda una vez más y es el momento de la Guerra Mortal de los Sentidos.

Anabel Costa


Una vez el poeta del tobogán de cartón me confesó que él escribió, antes que Roberto Castillo, El Corneta, pero que nunca hubiera sido igual. Con Roberto Castillo vivieron sus mejores momentos en la Biblioteca del abuelo, en Erandique. Nunca se pudo averiguar esta versión ya que el poeta del tobogán de cartón se dedicó a la cerveza, en El Níspero, Santa Bárbara. No obstante, sí recuerda que las lecturas preferidas de Roberto Castillo eran filosóficas, como las de él: Pitágoras, Lefevre, Gabriel Marcel, Hegel, Kant, Hume, Descartes, Schopenhauer, Niestche, Sartre. Hablaba con propiedad. Roberto Castillo era alrededor de diez años mayor que él y había abandonado Erandique más temprano. Cuando el poeta del tobogán de cartón me encontró leyendo El Corneta, me habló de los tinguros y se desplazó hacia los personajes como si él mismo fuera uno de ellos. En la Normal de Santa Bárbara le llamábamos El Filósofo. El poeta del tobogán de cartón es mi hermano mayor, él me presentó a Roberto Castillo, pero yo nunca lo conocí en persona.


Salomón Pérez Rivera



Realmente creo que Roberto Castillo no estaba tan alegre con la producción de Anita la Cazadora de Insectos, llevada al cine por Hispano Durón, creo que tenía en mente otra cosa. Roberto Castillo se merecía y se merece mayor fidelidad.


Elmer Palacios (Contador Público y Profesor de Español)



En una ocasión, conversando sobre Filosofía, Roberto Castillo me habló de la importancia de la Historia en la construcción de la consciencia, pero ejemplificó con nuestra misma infancia, en Erandique, donde, de manera similar a Borges, convivimos entre libros. Desde ahí conocimos el mundo, la Historia. Roberto Castillo aún se acuesta sobre los costales llenos de café, en las bodegas del abuelo, en Erandique, parafraseando a Lefevre a Sócrates o a Parménides. Yo era un allegado, pero con el mismo afán. Quizás por eso me decían filósofo estos cabrones.


Luis Enrique Pérez (Poeta del Tobogán de Cartón)



¡Qué pena! Yo casi no he leído nada de Roberto Castillo.


Don Nadie