Ilustración de Jeff Brown, Antig
Por Jorge Martínez Mejía
Dios continuó diciendo: «Yo soy el Dios de Israel. Pídanme lluvia en época de sequía y yo haré que llueva en abundancia. Yo soy quien forma las tormentas y quien hace que los campos produzcan.
Zacarías 9:17
El año 2009, Murvin Andino me sorprendió al pedirme que
presentara su primer libro de poesía Corral
de locos, un exigente conjunto
de poemas que habíamos venido leyendo desde su gestación, en compañía de
Gustavo Campos y Rose Arévalo, me refiero a los años 2007 y 2008; tiempo en que
sospechábamos de cualquier poema y de cualquier poeta y de la poesía misma que
estaba en cuarentena.
Corral de locos
se abrió paso en medio de la indiferencia, la desolación y la desesperanza,
pues a la sociedad de San Pedro Sula se le nota la tristeza a pesar de sus
esfuerzos fiesteros.
En aquella ocasión en que presentamos Corral de locos ante un grupo reducido de lectores y hacedores de
literatura, lo supimos; por más que intentamos persuadir a Murvin del error de
hacer poesía, él, como si le hubieran dado la contraseña de un tesoro, se
dedicó a crear con más ahínco, sumergiéndose más profundamente en sus adentros,
en los insondables recovecos de su alma perdida.
Corral de locos
prefiguraba los rasgos de Murvin Andino como una voz oscura, reflexiva,
existencial, dolorosa y huérfana, como si se buscara a sí misma o se perdiera
de tanto encontrarse. La sensación del extravío siempre ha sido la clave en la
poética de Murvin Andino. En Extranjero
(2011), nos sorprendió el tono confesional de un hombre que lo ha perdido
todo y se percibe extraño en su propia casa, como si al dar uno, dos o tres
pasos, y tornara sobre ellos, su casa, siendo la misma, era otra en la que la
percepción del exilio se le abalanzaba con signos de locura. Desterrado de sí
mismo, extranjero en su casa, Murvin Andino ha sabido sorprenderse de cada una
de sus experiencias y nos las ha compartido con un refinado manejo del registro
de sus tonos emotivos, de su reflexión existencial. En cada uno de sus libros publicados:
Corral de locos (2009), Extranjero (2011) La isla dividida (2015), ha contado con el cuidado de un hacedor
consiente de sus recursos. Cuidadoso del ritmo, espontáneo en los giros,
profundo en la reflexión, sugerente en los tonos, persistente en la tensión, y
a veces carente de organización en la estructura, como mostrándose caótico, o
tocado por cierta perversión.
La estación tardía
es su nueva propuesta literaria. Desde el título, el poeta nos instala en la
precaria condición de estar sujetos a una fuerza inasible, invisible; arcana y
próxima. Son los hilos de la existencia misma y un panorama fatal que se
avecina. La estación tardía es esa
fase final de la primavera en que la lluvia se retrasa y el hambre se acerca.
De ahí los epígrafes de Zacarías, el profeta nacido en Babilonia, quien
profetizó la traición de Judas por treinta monedas, y la ruptura en dos del
Monte de los Olivos.
A través de Zacarías, Dios invita a los hombres: «Yo soy
el Dios de Israel. Pídanme lluvia en época de sequía (la estación tardía) y yo
haré que llueva en abundancia. Yo soy quien forma las tormentas y quien hace
que los campos produzcan».
(Zacarías 9:17).
Pero no se trata de la voluntad de Dios, en la obra, no es
un texto religioso, solo hace alusión a la sensación repugnante de estar a la
espera de la nada, a expensas de la insondable proximidad de la muerte. Por esa
misma línea de pensamiento se vincula el epígrafe que abre el libro y que
corresponde a una frase de Frida Kahlo: Espero
alegre la salida y espero no volver jamás.
Cuando Frida Kahlo escribió esta memorable frase en su
diario personal, estaba en su lecho de agonía. Se refería al momento preciso en
que tendría que abandonar este mundo, porque la proximidad de la muerte era
ineludible. Pero hay en Frida suficientes razones para odiar la vida. Su
existencia cargada de caídas abismales, golpes brutales, oscuras estadías,
enfermedades incurables, choques con tranvías, confinamientos, traiciones y
falaces expectativas. La esperanza estaba perdida.
Todo este marco alrededor de La estación tardía, nos anuncia hacia dónde va el vuelo en la
lectura. Mi propuesta, mi propia lectura, es que se trata de una imposible
espera. No hay recursos creíbles, al hacer el cálculo de posibilidades, para
que la espera valga la pena. Y no obstante nada más hay, solo eso nos queda.
Atrapados en la miserable condición humana, a ningún lugar podremos llegar con
la esperanza, a menos que sea la misma cama en que habremos de caer muertos.
Ese es el planteamiento general en La
estación tardía
Si nos atenemos a
los sustantivos clave de La estación
tardía, los contenidos temáticos nos ubican en la soledad, la percepción de
la maldad, la brutalidad de la noche, la pudrición de la carne, la experiencia
vital del veneno, el sentimiento del odio, la sensación del vacío, la herida y
la caída de la sangre, la lentitud del tiempo, la proximidad perpetua de la
muerte, la experiencia absurda en la ciudad, la percepción de un destino
anclado en la nada. Y contrapuesto a esta temática, con menor insistencia, la
experiencia del amor, la claridad del día, la llegada de la lluvia, la canción
del poema, la palabra como tabla de salvación, y la posibilidad de la vida.
En la oposición de estos
contenidos temáticos, Murvin Andino fragua su propuesta poética. En el primer
apartado La estación tardía, el poeta
inicia su narración mostrándose él mismo, solo, acompañado apenas con su vida y
las cosas comunes. Y se ubica en un futuro incierto desde el cual se mira en
retrospectiva, aún joven y con energía, despertando a la fatalidad de las cosas
y a la inmanente presencia del odio. El golpe continuo de los días cruzando la
cotidianidad y aproximando la fatalidad de la muerte. Sin embargo, carga un
frugal aprovisionamiento de amor como única arma para enfrentar el destino. De
ese modo exclamará para sí mismo:
Tengo amor,
tengo sueños para
un país que se acaba,
la infamia,
tengo la existencia
pulida de muerte,
el odio,
el óxido radiante
de los años,
la soledad,
el amor sufrido
y la necrópolis que
no vencimos,
que inyectó el
vacío como un veneno lento e inverso,
como un indómito
relámpago.
(La estación tardía, pág. 5)
Pero en su canto se percibe un
débil yo colectivo impotente y un nosotros casi derrotado:
… la necrópolis que
no vencimos,
que inyectó el vacío
como un veneno lento e inverso…
(Idem)
En el primer poema reflexiona
intentando descubrir el secreto que se oculta detrás de su propia experiencia
pasada. En No me quiero marchar se ve
a sí mismo batallando con el poema, su arma fallida, asociado a la vida como
única evidencia de sus acciones. Reflexiona y cuestiona la certeza de su propia
existencia. Bien se podría pensar que es posible no exista, pero se alumbra, se
identifica y se percibe real, existente y portador de vida.
He intentado
esconderme,
negarme a esa
frontera que entendí
como esencial.
He postergado el
rito,
el paroxismo,
la infame ruta de
cada sentimiento.
(No me quiero
marchar, pág. 7)
En este intento por
descubrirse a sí mismo, por evidenciar su propia existencia, se da cuenta que
es posible que una criatura como él tal vez no exista o no debería existir. En
esa geografía inventada, su existencia se difumina como certidumbre de lo
imposible.
Sólo el insomnio me
redime.
Resisto otra condena
y el desorden que
amortaja espejos,
llanto, raíces;
las llagas del
mundo
que fue adquiriendo
mi cuerpo
en este rumbo que
podría no olvidar.
(Idem)
El poeta descubre que tal vez
él mismo sólo es un recuerdo, un invento que corre el riesgo de olvidar o
recordar.
En el segundo apartado Estancias y despedidas, efectúa un profundo
acercamiento solipsista y se ofrece con una intensa meditación que lo aproxima
un poco más a la certeza de su inexistencia:
¿Quién desciende
hasta su noche
y se baña tras la mirada
atónita del espejo?
¿Quién despierta
cada madrugada y susurra su nombre
como una sensación
lunar?
¿Quién obstinado,
tierno o brutal se desvanece para ella?
¿Quién asume el
mando de su esperma y la reinventa
en otra luna sin
pisadas tristes ni caprichos?
¿Quién repite un
nombre
como verdad cíclica
del amor,
quién susurra que
mi soledad aguarda como un gambito,
como un alfil
diestro,
como una torre que
se apresta a no extrañarse en su combate?
(Etcétera, pág. 16)
El poema al que se hace
referencia está dedicado a una mujer, y el poeta viaja a su propio pasado para
cuestionar la validez del recuerdo. Consagra este recuerdo de aparente factura
amorosa únicamente para desentrañar la autenticidad de su sentimiento poético,
o lo que es lo mismo, para cuestionar si su invención del mundo tiene alguna
consistencia a partir del recuerdo.
Haciendo un esfuerzo de
observación sobre la relación entre sus meditaciones y la construcción del
poema, puede afirmarse que hay casi una invasión del autor, es decir, de la
realidad exterior al poema, que intenta escudriñar la realidad existente en el
poema mismo como única realidad del poeta; es decir que hay una posible
intencionalidad metapoética intentando convertirse en juez para verificar la
validez de la vida.
Pero insiste en la obligada
tarea de reconocerse en su propia obra, ejerciendo un mando reflexivo sobre su
propia condición de existir sólo en el poema. En el poema Intento su nombre como una pasión furtiva, que dejamos ver
íntegramente, lo vemos desplazarse sobre los espacios en donde podría haber
dejado su cuerpo muerto:
Amotinado y sin
salida,
aguardando la
caricia,
el corazón impúdico
o la mirada que
concluya el desencanto de la sangre.
Vertiginoso, como
una noción brutal,
me desintegro,
vuelvo al polvo
como quien vuelve
tras horas de
incansable soledad.
Oscurecido,
arcaico,
recorriendo
cementerios y escenarios,
regreso atónito,
rodeado de murmullos.
Me resisto a
conspirar contra los fósiles
que preceden mi
estructura.
Me resisto a
continuar.
Esa etapa lúdica y
frenética
me marcó con
criminal obsesión.
Descubrí el amor
como exacta bandera
contra el miedo
o la urgencia del
destino.
Amotinado y sin la
voz precisa
retorno a esa edad
que asumí perecedera.
(Intento su nombre como una pasión furtiva,
pág. 20)
Es impresionante su
descubrimiento. El poeta observa la importancia del quehacer poético y su afán
creativo que lo ha absuelto del confinamiento a deambular solo, y reivindica la
vida real en el poema, único lugar donde el amor se encuentra consigo mismo,
amotinado frente a la realidad exterior.
En el tercer y último apartado,
se preocupa por el legado de su experiencia poética, y se abre frente a la
experiencia adversa con mejores instrumentos, con mayor disposición, dueño de
sus falencias, particularmente de su miedo, que finalmente ha dominado, lo
mismo que las visiones nefastas de una vida caída en desgracia.
En Necrópolis dirá:
Qué es lo humano,
me digo,
y comienzo otra vez
a desplegar esa verdad,
las infamias
vitales y esenciales.
Comienza otra vez
ese bullicio
incendiando las
raíces del mundo.
Se revierte la
ciudad,
se detiene la
sangre,
volvemos exactos y
convulsos.
El sueño acaba
y la realidad
dispara a la sien
su cartón, su
jeringa, su dosis de odio
y se cae otra vez
en el estrecho círculo.
(Necrópolis, pág. 29)
Pero ya no existe la sensación
del miedo, solo su presencia, también persiste la destrucción como insignia de
la nefasta vida. Ya aquí el poeta puede circular o rondar por los meandros de
las ciudades, mirar en el cielo la luna enfermiza y vigilarla. Ya ha superado
la estación del miedo. Hay una perceptible aceptación del mal en la vida
cotidiana.
Tengo preguntas y
visiones,
el tiempo consumido
y otros demonios de
ternura inalcanzable.
Tengo la cordura,
el anfitrión
maligno que comparto.
Sin embargo, he
contenido el fuego,
la condición de
vagabundo,
mis erratas comunes
y dolientes.
He conocido el
ciclo de la noche
para despreciar el
amor,
las canciones de
veneno irregular.
(Te estoy hablando
a ti, pág. 30)
Es notorio que en el título de
este poema, el poeta haga la flexión y se revierta hacia sí mismo, como desde
el interior del poema, hacia la realidad exterior.
La profundidad de esta tercera
parte, no radica en la sensación de la experiencia existencial dolorida, sino
más bien, en la aceptación de una realidad circundante que el poeta ya ha
asimilado y está dispuesto a ofrecerle frente, sin lamentaciones. Ahora
cuestiona su entorno y se cuestiona a sí mismo en la palabra, se siente dueño
de sus argumentos como poeta y como hombre. Ya ha conocido su mundo interior,
está despreocupado y se observa con mejores condiciones para abordar su propia
subjetividad en el poema.
Es esa línea de mayor
capacidad para vislumbrar con mejores facultades y pericias al entrar y salir
de su propia existencia y la de otras realidades, la que hace de La estación tardía, un libro con cierre
magnífico y brillante.
Busco un camino,
acortar el alarido
de batallas anteriores,
el espacio donde
aguardan
los hijos finitos
de la muerte
e intento no caer
de nuevo en ese vicio de creer,
de acostumbrarme,
de llorar,
de morir.
(Nadie termina su
canción, pág. 33)
En uno de los últimos poemas
dirá:
Intento
una canción
o
la mujer sentimental que me desande.
Llegar
fugaz bajo la lluvia
hasta
el hogar perdido y reinventarme.
(Intento
una canción, pág. 39)
Hay una cartografía en La estación tardía, una ruta por la cual
se puede navegar en sus páginas percibiendo un hilo conductor que va desde la
desolación y la desesperanza, como norte existencial, hacia una aceptación de
la condición inmanente al ser, es decir, una aceptación de la condición de muerte,
como parte de la vida. Este sentido es muy poético porque nos lleva en un oleaje
existencial, concebido en sus acepciones más desesperadas e inhóspitas, hasta
el encuentro con un puerto perdido, nuestro propio cuerpo o nuestra propia cama.
Detrás,
desorientando la
orilla supersónica,
está ella en su
letargo,
concluyendo la
materia con la fuerza brutal
que poseen
los muertos.
(Asciende el sol, pág.
41)
Un cierre perfecto en esta
línea cartográfica de La estación tardía
lo constituye el último poema de la colección:
En el valle de las sombras de muerte
“Vas a morir
como un ganglio de luz que se ha vuelto loco…”
Papasquiaro
Se puede enarbolar
el miedo,
disipar ansias,
soportar ofensas y
otros horóscopos.
Se puede negar el
mal,
el fuego que
dispara gritos en infinidad de sentimientos.
Se puede una voraz
infamia,
un cuerpo lívido
o una catástrofe de
medidas sentimentales,
los senderos
recorridos para no ceder la oscuridad
u otras atrocidades
inhumanas.
Se esconde la
maldad, se asume,
se incita a no
entender ese marasmo,
ni esos gigantes
necios que arrebatan la sangre,
la médula del ser
y la canción de la
vida.
Acá el enemigo
contundente,
los huesos que
asoman como flores
geográficamente
antiguas
y se vive de miedo
o de artificios de la fe,
de ese Cristo
terrestre y lacrimógeno
de mirada
incoherente
que no extrañamos
ni exigimos
en el valle de las
sombras de muerte.
Imagen de Jorge Martínez Mejía, Murvin Andino, poeta hondureño
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Murvin Andino Jiménez (San Pedro Sula, 1979). Poeta, narrador, editor, investigador literario, Licenciado en Letras con orientación en Literatura por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula. Parte de su obra poética y narrativa ha sido publicada en revistas literarias de Honduras, México, Nicaragua, Colombia y Brasil. Ha publicado los libros de poesía Corral de locos (2009), Extranjero (2011), La isla dividida (2015). Para el 2017 prepara La estación tardía. Es catedrático de humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Algunos trabajos suyos han sido traducidos al portugués y al inglés.