martes, 20 de marzo de 2018
domingo, 18 de marzo de 2018
martes, 6 de marzo de 2018
LA VIDA ES UN JUEGO VIOLENTO
Los escritores hondureños Kalki Martínez, Gustavo Campos y Jorge Martínez Mejía, conversan sobre Vírgen y otros cuentos, la primera obra de Kalki Martínez.
Imagen central de la portada de Virgen y otros cuentos
El primer libro de Kalki Martínez, en una lectura de Dennis Arita
Por Dennis Arita
El juego que nos propone Kalki Martínez en Virgen y otros cuentos siempre tiene un desenlace amargo porque en el mundo de los marginados nunca hay ganadores.
Juanca, Charly,
Tavo, Lenín, Beto, Carlos, Tato, Julio, Fernán: nombres que parecen intercambiables,
pero que, en el mundo de Virgen y otros cuentos, de Kalki Martínez, pertenecen
a jóvenes separados por la violencia de los barrios sampedranos. Los primeros
cinco, personajes de “Dingo”, la pieza que abre la colección, son los chicos
normales de la barriada y los últimos cinco, del cuento “Virgen”, tercero del
libro, son muchachos brutales que han perdido la inocencia, están en guerra con
el mundo y no entienden el porqué de su malestar. La violencia es lo único que
parece satisfacerlos y los hace sentirse distintos e importantes. Como dicen
ahora por ahí, la violencia los empodera. Para estos cinco chicos, ser
violentos es al mismo tiempo rito y afirmación.
Pero nadie se
levanta un buen día y decide ser violento como otros se levantan y escogen ir o
no al trabajo o darse un baño. La violencia tampoco es una enfermedad que lo
agarra a uno por sorpresa. La violencia es casi siempre una reacción: nos pasa
algo y reaccionamos violentamente. Igual podríamos reaccionar de otro modo,
pero hay hechos en la vida que no parecen dejarnos otra salida que la
brutalidad. Si nos ofenden, nos desquitamos; si nos quitan algo, lo
arrebatamos; si nos golpean, golpeamos más duro.
Los personajes de
Virgen y otros cuentos no pueden escapar de la violencia porque viven “en el
infierno”, como dice Tito, narrador y protagonista del cuento que da título a
la colección: la brutalidad los acosa donde estén, en casa, en la escuela y el
colegio, en la calle, en el campo de juegos. No son sitios para vivir, sino
para pelear. Cada lugar tiene su propio código feroz. En casa, donde suele
comenzar la barbarie, los adultos imponen las reglas: “Cuando mi papá le gritó
a Charly por la golpiza que Beto le dio, quise justificarlo, pero me quedé
callado porque, si me entrometía, el que saldría castigado a golpes sería yo
por no haberle avisado”, dice el narrador de “Dingo”.
Es natural que
jovencitos criados en la violencia en casa se enfrenten en otros lugares —el
colegio, el campo de fútbol— donde aprenden una nueva regla: tienen que
competir para ganar. De esa manera, el mundo se convierte en un inmenso campo
de juegos donde todo está permitido para vencer al oponente. Hay que someter al
rival, adueñarse lo que tiene, no dejar que invada nuestro territorio. La vida
se transforma en un juego violento.
En ocasiones, el
juego de la violencia comienza en casa, como le ocurre a Suyapa, la muchacha de
la que está enamorado el narrador de “Virgen”: “Me dijo que su papá desde que
tenía nueve años la violaba en ese cuarto (…) le decía que le alcanzara cosas
que estaban debajo de la cama y así comenzaba el jueguito”.
Suyapa y los demás
personajes marginados y ultrajados del libro de Martínez trasladan su cólera y
su deseo de venganza desde el hogar al no menos despiadado campo de juegos del
mundo. El campo de fútbol en “Dingo”, escenario de la pelea de territorio entre
Beto y el grupo de niños, se transforma, en el cuento “Virgen”, en la cancha
del cerro donde en una incómoda tregua juegan pandilleros y adolescentes
normales y donde matan a Suyapa, en una deformación ulterior del juego de la
violación en casa.
Los pasatiempos
brutales continúan en el mundo de los adultos. La infidelidad y el sexo son las
principales distracciones del protagonista de “El rostro del amor” (“Ella no
marcaba fronteras […], cada cosa que él incluía en el juego del sexo la
aceptaba”), el matrimonio es su campo de entretenimiento y su mujer es su
oponente, pero la suerte de ningún jugador es eterna. No solo engaña a su
mujer, también se engaña él mismo. Viven enmascarados debajo de objetos a los
que adoran: “Inclinándose, acarició cada prenda con ternura”, “se envolvió en
aquella tela suave y delgada, transparente”, y, como todas las estafas, su
matrimonio está hecho de reflejos: “A través del espejo lo observaba”, “vio su
cuerpo reflejado en el monitor”. El final de “El rostro del amor” es agrio como
el de todos los cuentos del libro, como el de “Dingo”, en el que Beto sigue
siendo el mismo jovencito malvado, y el de “Virgen”, cuyo narrador corre una
suerte parecida a la de Suyapa.
El terrible destino
de Gordo, en “El hombre y el perro”, es un ejemplo de cómo el juego, en su caso
el deporte del box, suplanta a la vida. Gordo no es solo un ser violento; para
el narrador del cuento, su hermano es un animal. Gordo incluso comparte apodo
con un perro. “Creo que mi hermano es ese perro”. Los animales, según alguna opinión
popular, no tienen pensamiento y Gordo es como ellos, irracional, rudo, puro
músculo y reacción primitiva. La vida de Gordo parece comenzar desde el momento
en que pone un pie en el cuadrilátero para ser el sparring de un boxeador
experimentado. Antes de relatar ese salto al ring, el narrador solo menciona un
suceso en la vida de Gordo: “Se dedicó desde los catorce al estricto
entrenamiento del boxeo”.
Gordo, como los
jovencitos de los demás cuentos, huye de la brutalidad doméstica (“la violencia
siempre estuvo metida en casa, nos perseguía”, dice el narrador) e irónicamente
la sustituye por la violencia en el ring. A lo mejor, Gordo, igual que los
chicos de “Virgen”, cree que la brutalidad del box es una que puede dominar, en
la que es, por fin, alguien. Pero, también como los muchachos de la pandilla,
está engañado y la violencia acaba subyugándolo, arrastrándolo en un remolino
incontrolable. Cree haber escogido su destino, pero fue su destino el que acabó
escogiéndolo a él.
...
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