ANAGRAMA
La relación con el poder de los
intelectuales mexicanos viene de lejos. No digo que todos sean así. Hay
excepciones notables. Tampoco digo que los que se entregan lo hagan de mala fe.
Ni siquiera que esa entrega sea una entrega en toda regla. Digamos que sólo es
un empleo. Pero es un empleo con el Estado. En Europa los intelectuales
trabajan en editoriales o en la prensa o los mantienen sus mujeres o sus padres
tienen buena posición y les dan una mensualidad o son obreros y delincuentes y
viven honestamente de sus trabajos. En México, y puede que el ejemplo sea extensible
a toda Latinoamérica, salvo Argentina, los intelectuales trabajan para el
Estado. Esto era así con el PRI y sigue siendo así con el PAN. El intelectual,
por su parte, puede ser un fervoroso defensor del Estado o un crítico del
Estado. Al Estado no le importa. El Estado lo alimenta y lo observa en
silencio. Con su enorme cohorte de escritores más bien inútiles, el estado hace
algo. ¿Qué? Exorciza demonios, cambia o al menos intenta influir en el tiempo
mexicano. Añade capas de cal a un hoyo que nadie sabe si existe o no existe.
Por supuesto, esto no siempre es así. Un intelectual puede trabajar en la
universidad o, mejor, irse a trabajar a una universidad norteamericana, cuyos
departamentos de literatura son tan malos como los de las universidades
mexicanas, pero esto no lo pone a salvo de recibir una llamada telefónica a
altas horas de la noche y que alguien que habla en nombre del Estado le ofrezca
un trabajo mejor, un empleo mejor remunerado, algo que el intelectual cree que
se merece, y los intelectuales siempre creen que se merecen algo más. Esta
mecánica, de alguna manera, desoreja a los escritores mexicanos. Los vuelve
locos. Algunos, por ejemplo, se ponen a traducir poesía japonesa sin saber
japonés y otros, ya de plano, se dedican a la bebida. Almendro, sin ir más
lejos, creo que hace ambas cosas. La literatura en México es como un jardín de
infancia, una guardería, un kindergarten, un parvulario, no sé si lo podéis
entender. El clima es bueno, hace sol, uno puede salir de casa y sentarse en un
parque y abrir un libro de Valéry, tal vez el escritor más leído por los
escritores mexicanos, y luego acercarse a casa de los amigos y hablar. Tu
sombra, sin embargo, ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado
silenciosamente. Tú haces como que no te das cuenta, pero sí que te has dado
cuenta, tu jodida sombra ya no va contigo, pero, bueno, eso puede explicarse de
muchas formas, la posición del sol, el grado de inconsciencia que el sol
provoca en las cabezas sin sombrero, la cantidad de alcohol ingerida, el
movimiento como de tanques subterráneos del dolor, el miedo a cosas más
contingentes, una enfermedad que se insinúa, la vanidad herida, el deseo de ser
puntual al menos una vez en la vida. Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú,
momentáneamente, la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de
escenario y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad. El
escenario propiamente dicho es un proscenio y al fondo del proscenio hay un
tubo enorme, algo así como una mina o la entrada a una mina de proporciones gigantes.
Digamos que es una caverna. Pero también podemos decir que es una mina. De la
boca de la mina salen ruidos ininteligibles. Onomatopeyas, fonemas furibundos o
seductores o seductoramente furibundos o bien puede que sólo murmullos y
susurros y gemidos. Lo cierto es que nadie ve, lo que se dice ver, la entrada
de la mina. Una máquina, un juego de luces y de sombras, una manipulación en el
tiempo, hurta el verdadero contorno de la boca a la mirada de los espectadores.
En realidad, sólo los espectadores que están más cercanos al proscenio, pegados
al foso de la orquesta, pueden ver, tras la tupida red de camuflaje, el
contorno de algo, no el verdadero contorno, pero sí, al menos, el contorno de
algo. Los otros espectadores no ven nada más allá del proscenio y se podría
decir que tampoco les interesa ver nada. Por su parte, los intelectuales sin
sombra están siempre de espaldas y por lo tanto, a menos que tuvieran ojos en
la nuca, les es imposible ver nada. Ellos sólo escuchan los ruidos que salen
del fondo de la mina. Y los traducen o reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae
por su peso decirlo, es pobrísimo. Emplean la retórica allí donde se intuye un
huracán, tratan de ser elocuentes allí donde intuyen la furia desatada,
procuran ceñirse a la disciplina de la métrica allí donde sólo queda un
silencio ensordecedor e inútil. Dicen pío pío, guau guau, miau miau, porque son
incapaces de imaginar un animal de proporciones colosales o la ausencia de ese
animal. El escenario en el que trabajan, por otra parte, es muy bonito, muy
bien pensado, muy coqueto, pero sus dimensiones con el paso del tiempo son cada
vez menores. Este achicamiento del escenario no lo desvirtúa en modo alguno.
Simplemente cada vez es más chico y también las plateas son más chicas y los
espectadores, naturalmente, son cada vez menos. Junto a este escenario, por
supuesto, hay otros escenarios. Escenarios nuevos que han crecido con el paso
del tiempo. Está el escenario de la pintura, que es enorme, y cuyos
espectadores son pocos pero todos, por decirlo de algún modo, son elegantes.
Está el escenario del cine y de la televisión. Aquí el aforo es enorme y
siempre está lleno y el proscenio crece a buen ritmo año tras año. En
ocasiones, los intérpretes del escenario de los intelectuales se pasan, como
actores invitados, al escenario de la televisión. En este escenario la boca de
la mina es la misma, con un ligerísimo cambio de perspectiva, aunque tal vez el
camuflaje sea más denso y, paradójicamente, esté preñado de un humor misterioso
y que sin embargo apesta. Este camuflaje humorístico, naturalmente, se presta a
muchas interpretaciones, que finalmente siempre se reducen, para mayor
facilidad del público o del ojo colectivo del público, a dos. En ocasiones los
intelectuales se instalan para siempre en el proscenio televisivo. De la boca
de la mina siguen saliendo rugidos y los intelectuales los siguen
malinterpretando. En realidad, ellos, que en teoría son los amos del lenguaje,
ni siquiera son capaces de enriquecerlo. Sus mejores palabras son palabras
prestadas que oyen decir a los espectadores de primera fila. A estos
espectadores se les suele llamar flagelante. Están enfermos y cada cierto
tiempo inventan palabras atroces y su índice de mortalidad es elevado. Cuando acaban
la jornada laboral se cierran los teatros y se tapan las bocas de las minas con
grandes planchas de acero. Los intelectuales se retiran. La luna es gorda y el
aire nocturno es de una pureza tal que parece alimenticio. En algunos locales
se oyen canciones cuyas notas llegan a las calles. A veces un intelectual se
desvía y penetra en uno de estos locales y bebe mezcal. Piensa entonces qué
sucedería si un día él. Pero no. No piensa nada. Sólo bebe y canta. A veces
alguno cree ver a un escritor alemán legendario. En realidad sólo ha visto una
sombra, en ocasiones sólo ha visto a su propia sombra que regresa a casa cada noche
para evitar que el intelectual reviente o se cuelgue del portal. Pero él jura
que ha visto a un escritor alemán y en esa convicción cifra su propia
felicidad, su orden, su vértigo, su sentido de la parranda. A la mañana
siguiente hace un buen día. El sol chisporretea, pero no quema. Uno puede salir
de casa razonablemente tranquilo, arrastrando su sombra, y detenerse en un parque
y leer unas páginas de Valéry. Y así hasta el fin.
-
No entiendo nada de lo que has dicho- dijo Norton.
-
En realidad sólo he dicho tonterías- dijo Amalfitano.
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