Por Jorge Martínez Mejía
Los muertos que no conocí, los ídolos que levantaron
su pequeña fábrica de lámparas y pan para el sendero,
desconocido aluvión de pasos ciegos en la maleza,
en los árboles.
Yo tuve un muerto que llamaba a la puerta diciendo:
“ábranle a este perro”… Y eran tristes sus ojos juntándose
en el camino con los demás; conmigo mismo hablaba
y mi hermana tenía dudas de que ese muerto fuera yo.
Recuerdo que una vez se fue al mar dejando un rastro
particular, una visión: Un sembradío abrasador, una milpa,
unas láminas, hojas metálicas, colocadas en una covacha
en la que junto a su perro, Osito, se dedicó a ladrar su balada.
Hermoso muerto sin zarpa.