Por Jorge Martínez Mejía
Esfuerzos de postmodernidad en la casa blanca. Las voces
corren de uno a otro pasillo como si se tratara de un viejo museo intentando
incorporarse, al estilo dinosaurio, en otra época, en un tiempo arrancado a la
imaginación.
Los más viejos y exigentes conservadores del estilo de los
“padres fundadores” remiran las antiguas fotografías y el video en que Michelle
Obama exclama con voz melancólica “Me despierto cada mañana en una casa que fue
construida por esclavos. Y veo a mis hijas, dos jóvenes negras, inteligentes y
hermosas, jugando con sus perros en los jardines de la Casa Blanca”. Los perros
ya no se encuentran por ningún lugar de la casa.
Hoy por la tarde hace su tercera visita Donald Trump, un
hombre anaranjado, también arrancado de una revista de video juegos en los que
mata con palabras construidas a base de logaritmos que, de manera magistral, se
esfuman agrupados como emoticones. Son pequeñas figurillas hechas de fibra
óptica y pixeles inteligentes. Se agrupan y desagrupan según la ocasión.
La Casa Blanca inicia su nueva era y las paredes han sido
pintadas al gusto del nuevo residente. Siempre blancas y con los mismos rostros
viejos de otros tiempos. El piso fue diseñado para ponerlo a tono con el nuevo
lenguaje de las casas inteligentes creadas a finales del 2010 por Linux Thoorvalds,
enemigo a muerte de Bill Gates, quien se obstinó tratando de persuadir a Trump,
sin lograr nada más que burlas del tío Donald.
El piso está hecho de células curiosas, despabiladas rosas
muertas, como le llaman los eruditos.
Son la base de las interconexiones de Trump. “Es más fidedigno”, dijo el
viejo anormal. Hoy por la tarde llega con sus nuevos zapatos y su garganta filosa.
Mi mayor potencial no es esta paralítica casona, ni las figurillas de tullidos presidentes
preclásicos, regadas por todas partes; ni siquiera el botón rojo por el que
tanto tiemblan. Es mi garganta a prueba del tiempo. Ya podrán corroborar que ni
el viejo Picaso, ni Dalí tuvieron la portunidad de crear una obra verdaderamente
maestra. Los pobres ilusos, como Marx, hubieran sabido conversar conmigo. Yo trascendí
la vieja era de los parlanchines; es mi cuerpo el que habla, mi historia que no
está hecha de historia, sino de palabras nuevas que se rehacen y se actualizan
y dican hasta mis propios pasos. Sé cuándo digo que yo no soy yo hablando para
muchos, sino que soy muchos hablando para todos. Soy todas las voces. O mejor,
sé lo que todos quieren escuchar. La gente quiere escuchar otra historia, nueva
a cada instante, como en la vieja era de la tele, pero más viva y real. No
hablamos ya con adjetivos, somos sustantivos, la vida se rehace a cada
instante. No podemos vivir atados a ningún recuerdo. Línea viva, línea de
puntos disimiles, serpientes y lazos delgados, hilos de plata o figurillas de mármol.
El mundo tiene más formas de las que imaginamos. Y si yo digo que no importa la
antigüedad de ningún pueblo en este triste planeta, es porque así es. Nadie
sólo porque tenga una herencia mayor se puede tener en el crédito de ningún
derecho sobre otro. En esto hablamos de fuerza, de poder. Nosotros no solo
tenemos los misiles y la capacidad para controlar los mísiles de otros. Nosotros
somos la potencia más grande de todos los tiempos y debemos actuar como tales.
Los elementos sin historia son la naturaleza muerta, la arboleda pacífica donde
no hay ninguna voz y ningún hombre. Este es el tiempo de unas rocas, de un
polvo congregado que llegó a superar su propia configuración genética. Somos
más allá del futuro que soñaron nuestros padres fundadores, somos el hombre
gobernando, no la materia, sino la energía que subyace en cada átomo. En eso
estamos aquí. Si nuestro país es un imperio, pues digámoslo con franqueza,
somos un imperio y siempre nos impondremos por la fuerza. Los que quieran jugar
en las grandes ligas, que jueguen con nosotros, los que sólo quieran vernos
desde la barrera, pues que esperen nuestros batazos.
Todo lo decía en una deliciosa cháchara.
“Mi deseo es que todos lleguen a Casa Blanca, que entren
sin cuidados ni vigilancias, que toquen el lugar sagrado, el viejo Olimpo que
solo pudieron ver por la tele”. “Este será un gobierno real. Es posible que
evolucione, pero hacia donde nosotros mismos le dictemos”.
Aunque a veces se le notaba el cansancio y se ponía más anaranjado;
sacaba su pañuelo blanco del interior de su saco azul marrón, y levantaba la
pata, muy alto, daba una zancada y salía corriendo a coquearse. Para nadie era
un secreto su debilidad por las drogas.
Su vida estaba ya colgada en un viejo libro impreso en una
vieja máquina del año 2017, a finales. No logró vivir mucho tiempo. Lo mataron.
Lo agarraron de los güevos unos audaces soldados de Chiapas que decidieron
ponerle fin a aquella farsa. Su vida y su obra transcurrieron tan fugaces como
cualquier otra. A algunos de sus heridos fans, intelectuales de Historia a
tiempo completo, les parecía asombroso que la inmensa legión de los imbéciles,
como les llamara Humberto Eco, lo olvidaran tan pronto.
Salma Hayek apenas se sonrió satisfecha el día que vio su
fotografía en las redes; en un tuit que le enviara Antonio Banderas, un anciano
actor que conservaba su agradable sentido del humor, y de algún modo, se había
convertido en un gurú político de los ortodoxos actores de la renacida Valencia,
en el antiguo reino de España.
El Gran vidrio que tapaba el enorme retrato de Trump,
estaba hecho de una fibra de rayos de litio líquido. Más que un retrato, era una
dactilogafía, una réplica infinita de líneas blancas y negras que configuraban
una veloz imagen en la que se le podía ver en dos posiciones: Una tirado de
lado, con el viejo peluquín descuidando su fea calva de animal anormal; y la
otra, sentado en la inmensa silla de la casa presidencial.
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