viernes, 31 de diciembre de 2010

Cinco de siete poemas cercenados a Papiro, de Jorge Martínez Mejía*



I

Nos viene a ver la muerte,
agazapada
para no asustarnos.

Hoy hubo más lluvia,
un pájaro se atravesó en el camino.

Cuando llegamos volvimos a ser niños
y jugamos a mirar al mar.

Otra vez fue triste la alegría
pues la puta muerte
sólo se asomó
para mirarnos.

II


Diríase música.

La grey de la palabra se aleja de la cumbre
consagrada a contemplar la tarde.

El fuego yace sobre las baldosas, 
bajo la lluvia.

Como una torre de pasto se erige la pobre voz.

En este jardín diezmado mi sombra transcurre,
sólo es sombra.


III


A esta hora todo es confuso,
las voces oscilan sin fuerza.

Poesía, quiero dejarte oír, quitarte el cuchillo de miedo que traes pintado en la cara.
Recuperar tu palabra.

Un navajazo, una manzana exacta, 
un disparo que nos despierte a todos.

Es lo que quiero decir,
pero estás tísica, pálida,
y nadie ve que te desangras.

IV

En mí has escrito
la huella de la estirpe perdida
y mi boca se consagra al licor de tu sangre.

En la sombra yace el último
que guarda tu nombre maldito.

Tuya es la ceniza, mi silencio,
mi piedra y su liquen,
y tu sentencia en mi tumba.


V

Ya estoy muerto y nada se sabrá del animal que hizo de su gesto una flor.

Rastrera en el polvo, la Poesía,
honda de quedarse quieta,
es sólo un ademán olvidado.

¿Cómo engendrar su negra lagartija?
¿Cómo llamarle pulpo? ¿puta sin casta?
¿Qué habrá en sus hombros si no el halcón de pico y de cabeza alta?
¿Qué más tendrá si no su hierba derrumbada, rugosa, otoñal, bastarda?

La poesía se ha roto.

La linterna cruje, Hécuba mía.

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En la única edición de Papiro (Jorge Martínez Mejía, 2004), por alguna equivocación en la imprenta, se eliminaron accidentalmente siete poemas, de los cuales se ofrecen cinco en este post. Aunque la relevancia de dicho libro aún no ha sido ponderada por nadie en el mundo, excepto por un mojigato que Dios debe tener en su santa gloria.