domingo, 28 de marzo de 2010

Breve selección de poesía del grado cero en Honduras


Foto: Tim Simmons



GUSTAVO CAMPOS

Del comienzo de los hombres

en los jardines crecen muchos árboles,

algunos hermosos

I. I. B.

En los jardines crecen muchos árboles, dije,

y los hombres comenzaron a creer y

decidieron conocerse;

en los jardines no todos son árboles, dije,

y los poetas comenzaron a creerse importantes;

en los jardines no todos son poetas, dije,

y escondieron las semillas y ramas y raíces

que otros hombres descubrieron;

no todos los poetas pescan peces vivos y sirenas, dije,

algunos pescan resfriados y otros enfermedades venéreas,

otros hablan de Mairena y Molina y reconocen

la poesía como diálogo.

Hay árboles que nacen en bosques salvajes

y otros que con ser un árbol son bosques salvajes,

y estos se reconocen, como Bulnes;

otros crecen en las calles

y evaden la vida sólo cuando es demasiado sofocante;

en los cementerios crecen muchos árboles,

algunos nacen para abajo y se liberan de pasados,

dialogan con Pound, Eliot y Panero, o con el viejo Vallejo,

otros son hermosos, tan hermosos con su sombra

que sosiega y enternece y brillan oscuros en las noches.



KAREN VALLADARES


EN LAS HORAS MÁS ATERRADORAS DE LA NOCHE

Yo no voy siempre solo al fondo de mi mismo Sino que a veces llevo a otros seres conmigo

Jules Supervielle

A: Sonofelet


Yo me hundo siempre dentro de mí, en la hora más aterradora de la noche. Donde todos duermen y sólo yo alzo la voz al cielo, ahí es donde nadie quizá me observa. Yo me hundo siempre dentro de mí, buscando quién sabe qué cosa, el amor, el odio, la resurrección, la peste, la espera, el peor poema que he escrito muchas veces hasta el día de hoy. Quizá busque la mirada como fuego y que en lo más hondo la cursilería sirva de burla para cualquier buen verso. Hoy le ha dado por llover, por inundarse calles y avenidas, por encerrarnos en las casas o quizás salir a salpicar charcos de lodo y embarrarnos los zapatos hasta el tobillo. Yo me hundo siempre dentro de mí, hasta la más profunda gota de mí, para encontrarme desvalida, entera, partida en dos, en tres o en cuatro. Me encuentro para alguien que descifra el alfabeto en mi cintura.

ES NECESARIO CAMBIAR LAS COSAS

He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura
Allen Ginsberg

Es necesario cambiar las cosas. Hoy he pensado que lo mismo ya aburre. Aburre cualquier rutina que un ser humano tenga. Ser lo mismo suena pretencioso y chusco. Hay que ser alguien hoy y mañana otro, y pasado mañana otra cosa. Por ejemplo, la lluvia podría ser un charco de lodo cayendo desde arriba en los tejados, y volverse lluvia. Es necesario cambiar, basta de charlatanería, de hablar idioteces sin motivo. La felicidad no se encuentra a la vuelta de la esquina, hay que caminar dos cuadra más abajo o girar a la izquierda. La muerte sí la encontramos sentada en cualquier lado, a ella le urge tenernos. A quién le importamos al fin y al cabo. No valemos nada para el que detesta la poesía.

Todos los días son noches

Todos los días son noches. Cierro los ojos para dormir y soñar necedades que no he de recordar. Muero y vuelvo a nacer, soy cualquier cosa menos poeta, jamás debió interesarme la poesía, la palabra; me bastaría disfrutar, hacer el amor y tener orgasmos, sola o con alguien. No importa la estación del tiempo. Todos los días son noches, y siempre se hace y se piensa lo mismo. Debí descubrir otras maneras de morir, de la vida ya sé todas las mañas, quiero aprender a morir como si no fuese cosa de otro mundo. ¿Quién me enseña una manera distinta de morir cada noche?

JORGE MARTÍNEZ MEJÍA

Salí a morir

Todavía estás bifurcado entre escribir bonito y escribir como hombre. Si tu sillón hablara te diría la verdad, te contaría como apesta tu trasero acomodado a la fama, al perrito pequinés del confort. Todavía tus demonios son desnutridas bestias violinistas, sin conocimiento del mundo. Soñadoras y curiosas damas ambulan como deidades en tus libros, y no podés dar un paso sin arreglarte el cuello, sin verte al espejo y pensar en tu caso. Has visto los atardeceres claros, pero no has sentido el eclipse, la caída de la noche en su verdad oscura, el holgorio pueril; la trabada parlantería de la imbecilidad. Sin embargo, podés salir a buscarte, al encuentro de tus viejos experimentos perdidos. Nadie te ordena quedarte clavado a la apariencia que has ido dibujándote, nadie tiene un plano del dique con el que has tropezado. Salí a morir, violinista, maldito guardia de las lunas muertas.



La sangre sacrílega

Pudieron haber nacido miles de poemas, pero preferimos vivir, saltar al abismo y encontrarnos con la verdad: La poesía no existe, existe la vida, existen las piedras, existe el dolor, existe la noche y el espanto de morir. Si no dice la vida, la poesía está muerta; si se zambulle en la ridícula utopía de la gloria, la poesía está muerta; si no habla de la sangre que late en el hombre, la poesía está muerta. Muerta. Una vez peleamos en el Merendón, nos golpeamos después de tanto beber; absolutamente borrachos nos descuajamos, desconsolados por la vida, por los amores perdidos, pero ya no había musas y había que llamarle dolor al dolor y raspones a las peladuras de las rodillas y los brazos. Fue efímera la existencia de Los Poetas del Grado Cero, murieron al nacer. Morimos. Muchos huyeron avergonzados por la avalancha de mojigatos lanzando diatribas contra la movida del tapete. Pero la poesía estaba muerta. Está muerta. No sirve para nada, excepto para fabricar viajes y pequeños escenarios de gloria donde no se dice nada más que la burda adulación de la estulticia. El licor una vez fue trigo, de igual modo, la poesía una vez fue vida. En ese camino murieron Los Poetas del Grado Cero. Y la infamia sigue golpeando su sangre sacrílega.


Mi gibosa madre no entiende de palabras


Yo no fui un bardo. Mi mérito fue menor. Quizás yo fui el obtuso, el ciego cuyo pecho pudo albergar un corazón en mansedumbre. De hecho, mis primeros poemas fueron palabras de amor, palabras de tiempo, palabras trenzadas para saborear su forma, su textura, su color. A esto le llamé la forma interna del poema, a la intención que tenían mis palabras. Palabras temerosas, aterrorizadas, paralizadas. Entonces Neruda fue un maestro sobrio, un verdadero bardo que campeaba en mis palabras con su enseña gloriosa. Pero pronto su ampulosidad continental cedió al rebanar su garganta con un tiesto seco, con un hueso de asno. Fui burdo, lo reconozco. Me fascinó su poesía amorosa, sus odas, pero acabé con el festín disecando su melodía una noche que me dediqué a mí mismo, con una botella de ron, la Canción desesperada. Un año antes habría sufrido más con César Vallejo. César Vallejo ha muerto, me decía, como si dijera Jorge Martínez ha muerto. Y miraba a los transeúntes con su ladrillo a cuestas. Neruda y Vallejo estaban vivos entonces, oscuramente encerrados en mí, y su celebración y su llanto eran mi risa y mis lágrimas, y sentía a través de sus versos. No echo de menos ese tiempo, mi porción de mojigato, mi cursilería. Pero había que aprender, había que crecer y dejar la actitud mendicante en la poesía. Aparecieron entonces Juan Bañuelos, José Carlos Becerra, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Antonio Cisneros, Vicente Huidobro, Octavio Paz. Y detrás de ellos André Bretón, Pierre Reverdy, Tristán Tzara, Mallarmé; y más atrás estaban Rimbaud, Baudelaire; en fin, el mundo de la poesía es inmenso, inconmensurable. Hacia dónde caminar si había encontrado una clave para andar. Luché con las palabras. La poesía abundaba. Hacia cualquier rincón del mundo donde pusiera la mirada se levantaba un poeta: Ungaretti, Cuasimodo, Cavafis, Li Po, Matzuo Basho, Cavalcanti, Montale, Borges, Parra, Whitman, Pound, Eliot, Maiakovski, Seferis, Lihn; la inmensidad, un universo en permanente expansión. Mi alegría infantil, mi porción de felicidad divina, el aire matinal, la sensación de llegada a la monstruosa fuente de la belleza. Entonces la belleza era la poesía y escribí sin escepticismo, y caminé por el campo con mi morral satisfecho de libros y encontré la noche y las velas. Y dije que no tenía sentido el amor que finaliza, que no tenía sentido la desesperanza, que no podían morir los sueños del hombre. Y en mí residió el himno del amor y la humildad de las semillas. Yo no fui un poeta consagrado a la zozobra, ni mi corazón se derramó en los charcos. Yo tuve una vez en las manos una carta para leerla al mundo y murmuré a mi propio riesgo contra el régimen y la poesía estuvo muda ante los muertos. La poesía fue un pasquín para aliviar la sangre y atenuar el olvido.
La poesía nació para ocultar que estamos muertos, para mentir sobre la vida y mentir sobre la muerte. La poesía embozada, de hogazas tibias y suaves alabanzas.
Pero encontré la noche verdadera y palpé sus carnes magras, su amarga carne rechazada. Mi gibosa madre no entiende de palabras.
Maldita, oscura, jamás tendrá una estatua; su pelo esculpido tras las ventanas mojadas, como una madre, me llama.